25 mayo 2021

Amar lo que es, incluso la muerte

María Yáñez

Todos tenemos un vidrio roto en el alma, qué lastima y hace sangrar... y al escribir siento que puedo sacar un poco de esos vidrios rotos fuera de mi... Eduardo Galeano


Este no es un grito de desesperación, es un grito de redención y, ¿por qué no?, un intento de celebración a la vida, al amor.

Decir lo que pienso siempre ha sido fácil, es parte de mi trabajo, un hobby, un mero gusto; pero decir lo que siento, va contra mi natura, me resisto, lo evado, tal vez porque ralla huellas de mi infancia que me conectan con el dolor. Sin embargo, hay momentos de la vida en que te rompes, tanto que abrirte es inevitable.

La muerte de Tuf ha sido hasta el momento el dolor más fuerte que he enfrentado. No es una decepción más del corazón, es un dolor del alma y más agudo aún, porque adherí la culpa al creer, como muchos cuando pierden a un ser querido, que pude haber hecho más. Me he flagelado por no haber estado con él los últimos días, por no haberme dado cuenta de lo mal que estaba, por no despedirme en vida. Todo eso adquiere una herida mayor que hay que atravesar cómo y cuándo puedas, con las herramientas que tengas, para un día sanar.

Abrir el corazón como Tuf me provocó es un acto tal vez masoquista o incluso suicida. Escribo en honor a alguien que ya no está físicamente, pero que está tatuado en mi.

Nos conocimos el 1 de mayo de 2020, en plena pandemia. La pandemia de alguna manera me lo trajo y también participó para que se fuera antes y se fuera casi en silencio. Bendita pandemia, maldita pandemia.

Cuando vi sus ojos violeta por primera vez y, luego de un abrazo, surgió una corriente eléctrica. Al poco tiempo le diagnosticaron un tumor en el esófago. Yo era ignorante en el tema, pues había tenido la fortuna de no estar cerca de una persona tan cercana a la muerte. Así que no dimensioné a lo que me enfrentaba. Fortuna en el sentido de no tener que vivir el dolor y miedo permanente por estar junto a una persona que sufre, con la amenaza latente de morir y yo de perder. Sin embargo, hoy sé que tratar con personas que padecen cáncer es una fortuna, una bendición: son maestros y ángeles de vida.

Tuf y yo seguimos la relación, tratábamos de ser optimistas. Él dentro de lo posible no dejó de trabajar, tomando fotografías de comida y cronista de deportes. Ya en casa atendía a Gret su perrita, buscando a la par razones para levantarse cada día, como comprar una pecera, mantenerla iluminada, en movimiento y con vida; llenarse de plantas; cambiar de lugar los muebles de su casa; diseñar la bici de montaña de sus sueños; meditar, practicar yoga, que juntos compartimos. Pero lo que más disfrutaba Tuf era cocinar, su especialidad: el hummus. Muchas veces solo cocinaba para mí o para sus hermanos, pues el tumor le impedía tragar, incluso agua. Así pasábamos el tiempo juntos, incluyendo las idas a las quimios, ver pelis de Netflix, como una pareja, digamos, normal en tiempos de pandemia. También peleábamos, por cierto.

Parecía que su salud iba mejor, sobre todo después de que le pusieran un dispositivo que le permitía tragar. Un día muy emocionado me pidió un vaso con agua porque quería mostrarme que era capaz de tomar todo el líquido de corrido, sin tener que devolver una gota. Fue toda una celebración, lloramos ¿qué nombre le doy a esto?

Poco tiempo después, tomó como pretexto una absurda pelea y me pidió que me alejara, que no podía y no quería más una relación, quería enfocarse en su proceso y lo quería hacer solo. Si, con todas sus letras: me pidió que me centrara en mi vida, que disfrutará mis etapas. En esos días su salud iba mejor, el tumor había disminuido, confieso que sentí que me rechazaba, que no me elegía a mi, que no me amaba. Y me alejé estúpidamente, no podía estar si él no quería o no lo sé, tal vez quería salvar mi corazón, pero eso fue lo que menos pasó.

De vez en cuando le llamaba. Él siempre me respondía indiferente, me decía que estaba bien, que todo iba súper bien en su tratamiento. Eso sí, me aclaraba que seguía solo, con el apoyo de sus hermanos, que así debía de ser. Recuerdo que le respondí en mi defensa o con un absurdo orgullo: "¡Tiene que ser como se elige!".

Habían pasado días sin tener comunicación, pero estaba muy inquieta. Así que el 24 de marzo de 2021 lo llamé, contestó con voz adolorida como nunca lo había escuchado, como si estuviera saliendo de un proceso de quimio y radio a la vez. Le dije que lo quería y le pedí ir a verlo.

Cuando me sienta mejor. 

Sabes que no necesitas sentirte mejor para que yo te vea. ¿Dónde estás?

En casa de Mariana [su hermana, cuya dirección yo desconocía].

Puedo ir mañana o cuando me digas.

¿Qué día es hoy?

Miércoles

Llámame mañana

Así lo hice al día siguiente, el 25 de marzo. Tras varios intentos me respondió su hermana y respiré al escuchar su voz. No esperaba que esa luz sería un verdadero trueno desgarrador:

Tuf se nos fue...

No puede ser, no pude estar con él, ¿por qué le hice caso en irme?

No te preocupes, no te preocupes. Tuf te quería un chingo me dijo en su intento de consolar mi dolor evidente.

Fue como si alguien entrara a rasgar mi corazón con un vidrio roto, como diría Galeano, el escritor uruguayo.

Debido a la pandemia no hubo funeral y solo seis personas lo pudimos despedir antes de la cremación. La despedida más dolorosa, ya no lo pude ver en vida, fue tal como él pidió: "Cuando me sienta mejor".

La culpa me invadió desde entonces y en esa estoy trabajando. No supe dimensionar su cáncer, su sentir, yo no sabía que se estaba ahogando, no solo física, sino emocionalmente. En menos de un año todo hizo metástasis y se llevó al hombre, a ese que despertó en mi un amor incondicional. Se fue en una maldita primavera, como diría la cantante Yuri.

Han pasado dos meses desde entonces y atravieso el dolor como mi historia mejor me lo permite. Corrí a ver a mi mamá a Morelia, mi ciudad natal, ansiaba un abrazo de ella. Mi madre es viuda y, aunque yo no estaba casada, hay una conexión en nuestras historias. No la pude abrazar por el covid, pero al menos estaba en casa, aferrándome a un consuelo.

En esa búsqueda desesperada llegué a un bosque recóndito de Michoacán. Estuve cara a cara con el duelo. Me hundí en las hojas secas, tuve un momento catártico, necesitaba sentir, oler, lamer la herida; y luego seguí, buscando refugio. Hice un viaje largo por carretera junto a mi perro, don Valente, a quien usé como pretexto para llevarlo a conocer el mar, con 12 años humanos a cuestas, es decir, 80 años perrunos, un anciano que está por quedarse ciego. Pero en el fondo yo requería huir, sanar, pues dicen que el agua salada lo cura todo: lágrimas, sudor y mar. Claro que algo ayudó. El toque de las olas del mar acariciaron mi alma, pero en todos estos paisajes y sensaciones siempre estaba Tuf. Admití que la búsqueda se prolongaba, que en el duelo, por más que corramos, el dolor nos abraza como lapa. Ese dolor que hoy reconozco en mí y que quiero transformar, darle un sentido. Ya no tengo prisa. Hoy me reconozco sin casa dentro de todo este universo. Habito mi duelo.

La culpa la empiezo a trabajar. He ido a un par de terapias y me faltan muchas. Entender que era su proceso y no el mío, que yo respeté su decisión, fue tal como él quiso y no como yo deseaba, pero hoy entiendo que era su vida, era su muerte. Claro que hubiera deseado algo diferente, pero respondí a mi conciencia del momento: me quité de en medio como el me pidió. Y es que a veces el dolor te impide aceptar lo que es, entonces el corazón se cierra y tu mente entra en un hoyo negro. No puedes ver la mayoría de las opciones que existen, una de ellas, trascender lo vivido y ver el milagro y las luces que pueden surgir detrás. Como escribir y escribir, estudiar yoga oncológico, que ojalá hubiera descubierto antes, cuando todavía vivía Tuf. Así tenía que ser, me dicen algunas personas, incluso que todo fue razonablemente perfecto. Una expresión que algún día integraré en este episodio. A la hora de la verdad, parece que todo es mentira.

Cuando aceptamos lo inaceptable dejamos de rompernos. Hemos de admitir que no tenemos el control, que la vida y la muerte no las decidimos nosotros, sólo el cómo vivimos lo inevitable. Hoy tengo la certeza que Tuf mientras se iba, sabía que alguien lo amaba.

Durante el proceso de enfermedad traté, inconscientemente, de prepararme. Ví muchos videos de budistas hablando del desapego; leí libros que tocaban mi alma, como La ridícula idea de no volver a verte, de la escritora española Rosa Montero o Los martes con mi viejo profesor, de Mitch Albom. Ambos libros hablan, en apariencia, de la muerte, de la enfermedad y la pérdida, pero en realidad son textos que abordan la vida.

La ridícula idea de no volver a verle se cumplió. Esa idea que tanto temía durante la relación, que no fue de placer, pero sí muy hermosa.

Cada vez que encontaba un buen momento, le decía a Tuf que lo quería. Y me repetía como mantra: “Te amo infinitamente y el infinito es hoy". Yo solo quería que el presente durará más y darle valor a lo que teníamos. Nos prohibimos los planes de pareja, pero, en nuestras pláticas, el tema de la muerte estaba ausente. La estábamos negando.

¿Cómo se siente el amor? ¿Cómo se siente la vida? ¿Cómo se siente morir? No hay una sola respuesta.

Han sido meses duros para millones de personas en todo el planeta. Lidiamos con la pérdida, buscando encontrar algún día la belleza tras el dolor. Hagamos una pausa y dediquémosle una mirada, un silencio, a los que se fueron y también a los que aquí quedamos. Habitemos el dolor, pero no nos estacionemos. Gracias, Tuf, por cada momento vivido. Todo valió la pena, todo lo elegiría vivir de nuevo contigo.

21 mayo 2021

La brisca

Jesús Ramos Alonso

 

 

La última vez que jugamos a la brisca hacía una tarde de perros. En casa de mis padres el cielo se cubrió de negros nubarrones mientras las ramas de los árboles, azotadas por el huracán, golpeaban los cristales de la ventana. Mi madre escogía lentejas para ponerlas en remojo, tía Gertrudis hacía punto y mi hermano Pablito, el pobre, no hacía más que moverse inquieto diciendo que se aburría, lo que hizo que mi padre dejara el periódico que estaba leyendo y dijera: 

Podríamos echar una brisca.

De cuatro es muy aburrido —respondió mi madre—, si fuéramos seis...

Aquellas palabras tuvieron el mismo efecto que un abracadabra. No había terminado de pronunciarlas cuando un relámpago iluminó el cuarto de estar, al mismo tiempo que sonaba el aldabón de la puerta. Cuando rompió el trueno ya estábamos los seis sentados en la mesa camilla con las piernas debajo de las faldillas, al calor del brasero. En ese momento empezó a diluviar.

¿De cuánto es la partida? —dijo mi abuela, que iba en camisón.

De a peseta —respondió mi madre, y continuó— ¿Qué tal por allí?, ¿cómo siguen todos?

Mientras mi abuela explicaba lo bien que estaban de sus dolencias los difuntos de la familia, mi padre sacó del aparador el tapete marrón y la baraja, tía Gertrudis fue a buscar la botella de anís y mamá puso tres pesetas sobre la mesa, la suya, la mía y la de mi hermano: privilegios de ser menores de edad. Pablito se desesperaba con esta charla porque el pobre no había visto en su vida a ninguno de los antepasados de los que hablaba la abuela y no hacía más que tirarla del brazo para que empezara el juego.

Venga abuela no te enrolles y pon el dinero —rezongó.

Deja a la abuela —terció mi tía— ya le pongo yo la peseta, que ella no lleva suelto.

Desde siempre la abuela había sido muy roñica, para ella jugarse a las cartas más de una perra gorda era muy tirao.

Jugábamos de parejas ―mi padre con la abuela, mamá con el peque y yo con la tía Gertrudis―, cada par de compañeros sentados uno enfrente del otro. Cuando terminó de barajar, mi padre ofreció el mazo a mi tía para que cortara. Luego, a la carta más alta, le tocó repartir a él, así que nos dio tres naipes a cada uno, y cada uno, tras mirarlos con cuidado para no descubrir su juego, intentábamos con disimulo hacer señas al compañero. Mi abuela nunca miraba las cartas ni hacía señas, ¡para qué! Yo tampoco las hacía porque se me habían olvidado y aún no había aprendido a jugar a ciegas como ella, que nunca se equivocaba. Cada vez que le llegaba el turno a su compañero, ella le decía como tenía que jugar: "¡Echa el as de espadas!", y mi padre, que en efecto tenía el as de espadas, mataba el tres de mamá.

No vale hacer trampas, abuela— gritó Pablito.

La abuela alargó su mano y le hizo una caricia.

¡Ay corazón! —dijo— los cuartos que gane te los voy a dar a ti por guapo.

A Pablito se le iluminó la cara. ¡Pobre!, aún era pequeño y no sabía que la abuela estaba muerta.

Mi padre y mi abuela ganaban partida tras partida de manera pertinaz, igual que la lluvia, que no cesaba de caer. Aprovechando que mi padre se levantó al baño, Pablito se puso en su lugar para jugar con la abuela y ya siguió con ella de pareja toda la tarde, ganando partida tras partida. Estaba feliz, cada vez que le tocaba echar carta miraba expectante a la abuela. "Echa el tres de oros" decía ella y él sacaba orgulloso la brisca y se llevaba la baza, mientras se moría de la risa.

El juego siguió tranquilamente mientras la lluvia caía con la misma intensidad. Sin darnos cuenta, fue pasando el tiempo y la penumbra se hizo dueña de la habitación. Ya apenas se distinguían los objetos, a pesar de que nuestras pupilas se habían acostumbrado a la semioscuridad.

Va siendo hora de dejarlo —dijo mi padre.

Sí, voy a encender la luz que no se ve un pimiento —respondió mi madre.

Al verse las caras, mis padres y tía Gertrudis se quedaron extrañamente quietos y en silencio como si algo indefinible hubiera congelado el aire a su alrededor. El único movimiento era el de Pablito, que refunfuñaba desconsolado.

¿No jugamos más? —protestó—. ¡Venga!, la última.

Ya es muy tarde, cariño —le abrazó la tía, saliendo de su ensimismamiento—, y mañana tienes que madrugar para ir al colegio.

Luego, poco a poco, las cosas volvieron a su ser. Tía Gertrudis retiró de la mesa las copas y el anís, le dio a Pablito las catorce pesetas que había ganado la abuela y volvió a su labor de ganchillo. Mi padre recogió el tapete y la baraja y encendió la radio para oír el parte de Radio Nacional. Las noticias ahogaron el llanto de mi madre que lloraba frente a la foto del aparador, esa en la que estoy yo, subido en la bici con la que me maté.

Fuera había dejado de llover.

14 mayo 2021

El niño de los recados

Julio Sánchez Mingo

A Ughino, un trasto de cuidado, por su cumpleaños

 


En casa, de chaval, yo era el niño de los recados. No me importaba, al contrario, era feliz saliendo a la calle continuamente y cualquier excusa era buena para hacerlo. Así me paseaba, disfrutaba del ambiente de la vía pública, me encontraba con los amiguetes y observaba a los transeúntes, en un mundo que no iba más allá de cuatro o cinco manzanas. Hablaba con todos los tenderos, que, dicho sea de paso, eran amabilísimos conmigo.

Anda hijo, toma dinero y vete a Porras y te traes cuarto y mitad de mantequilla me pedía mi madre. La mantequilla se compraba al peso, no venía envasada. El mantequero, chaqueta blanca y corbata, cortaba las porciones de una barra y las envolvía en papel encerado, parafinado. No recuerdo que usara mandil. En el mismo establecimiento adquiríamos el queso, el jamón, sabroso salchichón y rico chorizo y pollo trufado, que en casa se consumía bastante. También dulce de membrillo.

La merendina del colegio, que tomábamos a media mañana, para ser más preciso entre 11:30 y 11:50, era casi siempre un bocadillo de queso manchego, hecho con pan del día anterior. Ramitos siempre llevaba jamón, que en su casa debía abundar. De hecho, su padre era el responsable del matadero municipal. Se traía el pernil en lonchas pequeñas, muy apretado y envuelto. Antes de entrar en clase compraba un chusco en la panadería de Modesto Lafuente para prepararse el sustento que zampaba en el recreo. Al bueno de Carlitos, casi dos metros de estatura, en sexto de bachillerato, todos los días le afanábamos su consabido bocadillo de fuagrás.

Era un entrar y salir constante, un subir y bajar escaleras incesante. Para dos pisos no me merecía la pena usar el ascensor ¡Menuda pérdida de tiempo! El gamberro de Ughino, cuando estaba de visita, lo hacía ascender con las puertas de la cabina abiertas, sujetando con la mano el correspondiente resorte mecánico del contacto eléctrico de seguridad. Dicen que los niños tienen ángel de la guarda. Será por eso que ahí sigue, dando guerra. Yo acometía los escalones de dos en dos en la subida y los saltaba de cuatro en cuatro en la bajada. Los vecinos nunca se quejaron, pero el estruendo era formidable. La escandalera crecía cuando ladrando me acompañaba Leo, nuestra perrilla. Había que sacar al animalejo a hacer sus necesidades, mejor diez que tres veces veces al día. Otro pretexto perfecto para desaparecer. No sé a quién le gustaba más garbearse si a nuestra chuchilla o a mí. Menuda pieza el susodicho suicida del ascensor. Si era él quien la llevaba a la calle, la ataba a una barandilla y se escondía detrás de la esquina para ver cómo reaccionaba el pobre animal. Conmigo siempre iba suelta y me esperaba junto al bordillo de la acera antes de cruzar cualquier calzada. Eso sí, si llovía frenaba en seco al salir del portal y me miraba como diciendo que, la calle, mejor para otro momento. A Cesítar lo adoraba, se derretía con él. Precisamente, con este amigote, iba yo casi todas las tardes a dar patadas a un balón a un descampado cercano, pomposamente llamado campo de los deportes. Con el tiempo, en ese solar construyeron un polideportivo.

La comida de verdad, frutas y verduras, carne y pescado, era cosa de mi madre. El pan, muy esporádicamente algo de la taberna, la farmacia, las patatas fritas, los domingos churros y porras para el desayuno, el periódico y los pasteles de postre, y en verano un cuarto de barra de hielo para la nevera, que traía goteando en una bolsa de red, eran de mi responsabilidad. El periódico vespertino, también. El matutino, de mi padre. Los primeros frigoríficos en España fueron posteriores al 600. Así se pasó de la compra diaria a un aprovisionamiento doméstico más espaciado. A la pastelería solía acompañarme mi hermana, para poder elegir los pasteles a su gusto.

También acudía al zapatero remendón a que pusiera medias suelas y tapas al calzado familiar. Era un hombre muy amable, de mirada triste, de tez y piel blancas, delgado y de cabello abundante, ensortijado y moreno. No muy mayor, no debía superar los cuarenta. Tullido, con una cojera muy ostensible, probablemente resultado de la polio, que al levantarse y caminar le obligaba a apoyarse en el mostrador de su reducido establecimiento, un local al que se accedía bajando unos escalones desde la calle, con cuidado para no golpear la cabeza en el dintel de la puerta. Le gustaba charlar conmigo y cada una de mis visitas podía dilatarse más de una hora. No tenía grandes pretensiones y su sueño era, si algún día le tocaban las quinielas, tener un coche con chófer para que le subiera hasta el puerto de Navacerrada y allí comerse un bocadillo de jamón. Qué extrema sencillez la de aquella bella persona. Qué calamidades no habría pasado en la infancia, la guerra y la posguerra. Y todos los días en aquel agujero, respirando los vapores de colas y pegamentos, aspirando el polvillo que desprenden suelas de cuero y goma al pasarlas por la lijadora.

Nunca sisaba. Posiblemente por ello mi madre todas las tardes me daba dos reales para que me comprara dos caramelos Ben-Hur de fresa, como ya he relatado en un escrito anterior, Caramelos.

Yo fui un chaval muy feliz. Por esto sufro cuando veo en España a los niños extranjeros desvalidos, sin familia, a los que despersonalizan denominándoles menas y los utilizan como arma política.