21 mayo 2021

La brisca

Jesús Ramos Alonso

 

 

La última vez que jugamos a la brisca hacía una tarde de perros. En casa de mis padres el cielo se cubrió de negros nubarrones mientras las ramas de los árboles, azotadas por el huracán, golpeaban los cristales de la ventana. Mi madre escogía lentejas para ponerlas en remojo, tía Gertrudis hacía punto y mi hermano Pablito, el pobre, no hacía más que moverse inquieto diciendo que se aburría, lo que hizo que mi padre dejara el periódico que estaba leyendo y dijera: 

Podríamos echar una brisca.

De cuatro es muy aburrido —respondió mi madre—, si fuéramos seis...

Aquellas palabras tuvieron el mismo efecto que un abracadabra. No había terminado de pronunciarlas cuando un relámpago iluminó el cuarto de estar, al mismo tiempo que sonaba el aldabón de la puerta. Cuando rompió el trueno ya estábamos los seis sentados en la mesa camilla con las piernas debajo de las faldillas, al calor del brasero. En ese momento empezó a diluviar.

¿De cuánto es la partida? —dijo mi abuela, que iba en camisón.

De a peseta —respondió mi madre, y continuó— ¿Qué tal por allí?, ¿cómo siguen todos?

Mientras mi abuela explicaba lo bien que estaban de sus dolencias los difuntos de la familia, mi padre sacó del aparador el tapete marrón y la baraja, tía Gertrudis fue a buscar la botella de anís y mamá puso tres pesetas sobre la mesa, la suya, la mía y la de mi hermano: privilegios de ser menores de edad. Pablito se desesperaba con esta charla porque el pobre no había visto en su vida a ninguno de los antepasados de los que hablaba la abuela y no hacía más que tirarla del brazo para que empezara el juego.

Venga abuela no te enrolles y pon el dinero —rezongó.

Deja a la abuela —terció mi tía— ya le pongo yo la peseta, que ella no lleva suelto.

Desde siempre la abuela había sido muy roñica, para ella jugarse a las cartas más de una perra gorda era muy tirao.

Jugábamos de parejas ―mi padre con la abuela, mamá con el peque y yo con la tía Gertrudis―, cada par de compañeros sentados uno enfrente del otro. Cuando terminó de barajar, mi padre ofreció el mazo a mi tía para que cortara. Luego, a la carta más alta, le tocó repartir a él, así que nos dio tres naipes a cada uno, y cada uno, tras mirarlos con cuidado para no descubrir su juego, intentábamos con disimulo hacer señas al compañero. Mi abuela nunca miraba las cartas ni hacía señas, ¡para qué! Yo tampoco las hacía porque se me habían olvidado y aún no había aprendido a jugar a ciegas como ella, que nunca se equivocaba. Cada vez que le llegaba el turno a su compañero, ella le decía como tenía que jugar: "¡Echa el as de espadas!", y mi padre, que en efecto tenía el as de espadas, mataba el tres de mamá.

No vale hacer trampas, abuela— gritó Pablito.

La abuela alargó su mano y le hizo una caricia.

¡Ay corazón! —dijo— los cuartos que gane te los voy a dar a ti por guapo.

A Pablito se le iluminó la cara. ¡Pobre!, aún era pequeño y no sabía que la abuela estaba muerta.

Mi padre y mi abuela ganaban partida tras partida de manera pertinaz, igual que la lluvia, que no cesaba de caer. Aprovechando que mi padre se levantó al baño, Pablito se puso en su lugar para jugar con la abuela y ya siguió con ella de pareja toda la tarde, ganando partida tras partida. Estaba feliz, cada vez que le tocaba echar carta miraba expectante a la abuela. "Echa el tres de oros" decía ella y él sacaba orgulloso la brisca y se llevaba la baza, mientras se moría de la risa.

El juego siguió tranquilamente mientras la lluvia caía con la misma intensidad. Sin darnos cuenta, fue pasando el tiempo y la penumbra se hizo dueña de la habitación. Ya apenas se distinguían los objetos, a pesar de que nuestras pupilas se habían acostumbrado a la semioscuridad.

Va siendo hora de dejarlo —dijo mi padre.

Sí, voy a encender la luz que no se ve un pimiento —respondió mi madre.

Al verse las caras, mis padres y tía Gertrudis se quedaron extrañamente quietos y en silencio como si algo indefinible hubiera congelado el aire a su alrededor. El único movimiento era el de Pablito, que refunfuñaba desconsolado.

¿No jugamos más? —protestó—. ¡Venga!, la última.

Ya es muy tarde, cariño —le abrazó la tía, saliendo de su ensimismamiento—, y mañana tienes que madrugar para ir al colegio.

Luego, poco a poco, las cosas volvieron a su ser. Tía Gertrudis retiró de la mesa las copas y el anís, le dio a Pablito las catorce pesetas que había ganado la abuela y volvió a su labor de ganchillo. Mi padre recogió el tapete y la baraja y encendió la radio para oír el parte de Radio Nacional. Las noticias ahogaron el llanto de mi madre que lloraba frente a la foto del aparador, esa en la que estoy yo, subido en la bici con la que me maté.

Fuera había dejado de llover.

8 comentarios:

  1. Es un relato magníficamente redactado donde ves a los personajes sentarse a la mesa de juego, perfectamente compenetrados, iniciando la partida en ese ambiente mágico y de profunda intensidad emocional, que el narrador ha creado, haciendo realidad el sueño y deseo de esa madre de ver a todos reunidos una vez más. Todo ello muy bien descrito que te permite ver la emoción de los jugadores por los detalles que el escritor va dando a cada paso.

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  2. Mi madre volvería sin dudarlo, si hay canasta por medio. Seguro que no se atreve a hacer el viaje sola. Cuando yo llegue allí donde está, volveremos las dos a la juguesca los días de tormenta.
    Magnífico relato, para mí muy emotivo.

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  3. Un relato magnìficamente logrado. Si la concisiòn, la precisiòn y la tensiòn son conceptos que definen al género breve, el texto de Jesùs Ramos es un ejemplo excelente de lo que caracteriza a un "buen cuento".

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  4. Muy bueno, felicidades.

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  5. Un relato a la par de tierno, de siniestro desenlace. Concilia esa parte de nuestros pensamientos mágicos, soterrados en nuestro subconsciente e inconfesables fantasías de reunirnos, aunque sólo fuera por unos minutos, con aquellos amigos o familiares muertos para hablar, abrazar y decirles lo mucho que los extrañamos.
    Este relato, va más allá de ese inefable encuentro sobrenatural, nos vuelve cómplices de un extraño episodio, en que el pretexto de los naipes es un mero artificio para demostrar que la vida como la muerte es una suerte de continuo barajar.
    Me congratulo de esta nueva participación literaria de Jesús Ramos en el blog.

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  6. A mi me ha gustado mucho el relato. La precision en la descripcion me ha encantado.En mi opinion no hacia falta anhadirle el golpe de efecto final del desenlace q supone un giro brusco de tono

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