Aquellos años de la Escuela
Julio Sánchez Mingo
A Fernando Sánchez-Arjona y Eyralar,
Santiago García de Paredes, Miguel Ángel López Conde, Quique
Rodríguez Segura, Pepe Carrascosa Salmoral y Juan Luis Lazaga Fiol,
in memoriam
La
pasada semana nos reunimos
a comer los compañeros de promoción de la Escuela, por primera vez
en muchísimos años. La víspera, preso de la nostalgia, mi mente
empezó a rebobinar y a recordar aquellos tiempos de estudiante.
Éramos unos perfectos irresponsables,
insensatos, inconscientes e inocentes, pero, precisamente por eso,
muy felices. ¡Los años de la juventud! Aquella bendita institución
era un desastre desde el punto de vista académico. Eso sí, el nivel
de exigencia era altísimo, de los más altos de la universidad
española. Nuestro objetivo no era otro que aprobar, la idea de
formarnos no la contemplábamos y estábamos en manos de un cuerpo
docente que era un conjunto de reinos de taifas, donde cada uno
velaba por sus intereses y remaba en la dirección que mejor le
cuadraba. Un centro dedicado, teóricamente, a la formación de
ingenieros para la industria pesada hacía que desayunaras con
Heisenberg, del que te habías hecho íntimo, o te enfrentaras a una
barrera de potencial, cabalgando a lomos de un electrón.
Los dos primeros
cursos eran selectivos. La parte de una asignatura de criba feroz,
donde precisamente aparecía nuestro amigo Heisenberg, estaba
impartida por un oscuro y
siniestro profesor de bata blanca, al que no vi sonreír en todos
aquellos años. Un día, un grupito de descerebrados decidimos
tomarnos la revancha y, ni cortos ni perezosos, delante de la
Escuela, a la luz del día, desmontamos el tapacubos de una de las
ruedas de su 4 Latas, pusimos
unas chinitas y volvimos a armarlo. Nunca supimos si se volvió loco
con el ruido al rodar y si detectó pronto el origen de los grillos,
que tanto molestan a los conductores.
Tuvimos
un catedrático, maestro de la escabechina, senador del Reino, que
también se hizo famoso ¡en toda España! por sus suspensos, al que
cantábamos al ritmo de la música del chotis Madrid
de Agustín Lara: « --- , --- , --- , demócrata, ingeniero, gran
cabrón, --- , --- , --- , en Soria estarías mucho mejor... ». Yo
aprobé su asignatura en una repesca oral, en la pizarra, en un
examen que consistía en resolver cinco problemas, sin poder
consultar libro alguno. Al primero que se fallaba ¡a la calle!
Llegué al último, que estaba planteado para ser resuelto en
coordenadas polares. Me di cuenta pero, por temor a equivocarme en su
desarrollo, lo resolví en cartesianas correctamente, pero claro, de
forma poco elegante. Se lo hice notar y, el muy sádico, en lugar de
dejarme ir aprobado, me planteó otro ejercicio, que también
solucioné adecuadamente. ¡Victoria! A la salida, uno de los
suspendidos, preso de los nervios, fue a pegarle. Tuvimos que
sujetarlo. Hubo otro compañero al que tuvo enganchado con esa
asignatura bastantes años. Llegó a dominar tanto la materia, que
daba clases en una academia preparatoria con gran éxito, sabía más
que todos los profesores juntos. Ya terminada la carrera, el ínclito
catedrático senador lo contrató para su departamento y, con los
años, el bueno de mi compinche terminó siendo director de la
Escuela.
Cuando
yo empecé allí mis estudios, sólo había tres chicas, de un total
de más de mil alumnos. Las tratábamos como a reinas, como a unas
queridísimas hermanas, en aquellos tiempos en que el machismo
imperaba en la sociedad española y la enseñanza se impartía con
los chavales en edad escolar segregados por sexo, salvo alguna rara
excepción como mi colegio. Estando yo en primero, se celebró un
festival por el Paso del Ecuador de la correspondiente promoción. Al
salón de actos acudió a cantar una morena muy guapa ¡en
pantaloncitos! Nótese que Franco aún no había muerto. Cuando
aquella inconsciente, que no sabía dónde se metía, fue a comenzar
con sus trinos, una manada de maleducados salvajes empezó a cantar:
«Maizena, Maizena, buena, buena, buena, Maizena, Maizena, tres veces
buena... ». Llamadas al orden del maestro de ceremonias. Pero cada
vez que la pobre intentaba retomar su actuación, aquella masa de
becerros insistía con su cántico. Hasta que no pudo más, se echó
a llorar y abandonó el escenario. ¡Lamentable!
La única
vez en toda mi vida que me he bañado en el estanque del parque de El
Retiro fue, precisamente, por nuestro Paso del Ecuador. La tradición
mandaba que, al llegar a tercer curso de la carrera, cada promoción
desfilara en comitiva automovilística desde la Ciudad Universitaria
hasta el parque para aquí botar un barco, un artefacto que cada año
era más estrafalario. Para desesperación de la policía municipal,
en cada semáforo rojo se abandonaban los coches, se cantaba, se
bailaba y se bebía. Aquel año no solo se lanzó el buque al agua,
también nos tiramos unos a otros.
![]() |
Botadura en la orilla Sur del estanque de El Retiro. Qué verde era. Qué pelado está. |
Tenemos
un compañero que no se ha apeado del coche desde entonces. Hasta a
las manifestaciones, antes de encararnos a los grises,
se acercaba con su 600. Si queríamos acudir juntos, teníamos que ir
en su coche. Una noche, cuando íbamos con gran jolgorio a un
concierto de Raimon en el teatro Fígaro, en su vehículo, claro,
aterrizamos sobre el césped de la rotonda del cruce de Alfonso XII
con la cuesta de Moyano, reventando una rueda. Menos mal, llegamos a
tiempo.
Hubo un
año en que los ánimos estuvieron muy revueltos en el campus con
motivo de las protestas y las huelgas de los futuros médicos. Se
sucedían las manifestaciones y los enfrentamientos entre estudiantes
y unos prehistóricos y mal formados antidisturbios, que cargaban sin
piedad. A la vista de los altercados, el ordenanza mayor cerró la
puerta de nuestra Escuela, con nosotros dentro, para que no entraran
ni alborotadores ni policía, hasta que amainara el temporal. En
aquellos últimos años de la dictadura, paradójicamente, las
instituciones universitarias gozaban de inmunidad y los uniformados
no podían acceder a no ser que se lo requiriera la dirección o por
mandato judicial. En un cierto momento se acercaron a buscar refugio
varios chavales sangrando abundantemente, con brechas en la cabeza.
Aquel funcionario se hizo cargo de la situación, se apiadó de
ellos, abrió la puerta y los invitó a entrar: «Pasad, hijos,
pasad.».
Tuvimos
un compañero un tanto extravagante que no tuvo mejor idea que
comprarse, por dos perras gordas, una fortuna para cualquiera de la
mayoría de nosotros, un bonito deportivo inglés descapotable, un MG
de color blanco. Era de enésima mano y aquello fue una ruina porque
le falló más que una escopeta de feria. El primer día que apareció
con su flamante adquisición, nos invitó a los más cercanos, que
sesteábamos al sol en la escalinata de acceso, a probar y conducir,
de uno en uno, su joya de la mecánica. Así lo hicimos y nos
dedicamos a circular por un circuito que pasaba por delante de la
entrada de una escuela cercana, donde, en su correspondiente
escalinata, también sesteaban indolentes bastantes alumnos. A la
primera pasada no reaccionaron. A la tercera, abucheos. A la quinta
silbidos, gritos, abucheos...
Donde
desfogábamos toda nuestra energía juvenil era en las prácticas de
la asignatura de Soldadura. Las de oxiacetilénica eran para personas
mañosas, habilidosas. Las de arco eléctrico eran otra cosa más
acorde a nuestra brutalidad. Había que vernos con el buzo puesto, el
portaelectrodos en una mano y la máscara en la otra, cuando no
golpeando vivamente con la piqueta para eliminar la escoria del
recubrimiento protector del cordón.
![]() |
Apuntes de Soldadura |
El
colofón a aquellos años lo pusimos con la organización de la
Exponaval, una muestra sectorial de la industria española, en los
locales de la Escuela. Yo
contribuí gestionando una aportación de la caja de ahorrospara
sufragar el costo de la impresión de los carteles de la feria. Y un
sábado por la tarde, otro compañero y yo, nos dedicamos a empapelar
fachadas por medio Madrid. Empezamos con la Delegación de Hacienda
de la calle Montalbán, no nos atrevimos ni con la adyacente
Subsecretaría de la Marina Mercante ni con el vecino Cuartel General
de la Armada. La calle era de los infantes de Marina que montaban
guardia. Terminamos con la entrada de Astilleros Españoles, en la
calle Padilla. Creo recordar que se imprimieron más de mil unidades.
El día de la inauguración me tocó ejercer de introductor de
almirantes hasta el despacho del director y aplacar a un almirante
retirado que se presentó todo ofendido y enojado por no haber sido
invitado al acto. Para nosotros, lo mejor de la exposición fueron
las relaciones que se establecieron con las azafatas contratadas para
los distintos stands.
Los
atardeceres más bonitos que he visto en mi vida los disfruté desde
un aula que se asomaba a la fachada principal, mientras el Sol
declinaba sobre la Casa de Campo. No me extraña que Velázquez
reprodujera esos colores en algunas de sus obras maestras. Menudo
contraste con el gris naval de las paredes de aulas y pasillos.
Para
acudir a nuestro reencuentro en la Escuela, la cita era allí, decidí
ir en metro hasta Moncloa y bajar caminando por el caminito del
Pabellón, por donde circulaba el tranvía cuando yo era niño, y
recordar aquellos años de estudiante. En la estación de casa
coincidí con dos compañeros que habían tenido la misma idea. Según
nos acercábamos, vimos a bastantes sesentones, de pelo blanco, salvo
alguna honrosa excepción, en la escalinata del edificio: los
compinches. La nostalgia desapareció como por ensalmo y dio paso a
una gran alegría por volver a ver a los viejos amigos. Rejuvenecimos
más de cuarenta años. Como si el tiempo no hubiera pasado. Un
compañero gaditano, haciendo honor a sus orígenes, me saludó como
entonces: «¡Julito, pissshaa...
!», dándome un fortísimo abrazo. Todos salimos de la larga
sobremesa eufóricos, con una sonrisa de oreja a oreja.
Hasta
dentro de dos años.
Grande julio,compartir tus recuerdos
ResponderEliminarHistorias similares podriamos contarlas pero no con tu autoironia y elegancia
Hay que jorobarse, tantos años de Liceo juntos y tantas reuniones de la clase y jamás te he oído contar anécdotas tan jugosas...
ResponderEliminarNunca llueve a gusto de todos.
EliminarMi hermana me decía esta mañana que las batallitas del abuelo Cebolleta son una pesadez, ja, ja, ja...
Besos, señora mía.
Que bueno. Me ha gustado mucho tus recuerdos. Aquellos 2 años selectivos, no en vano fui novia de uno de tus compañeros, y sufria sus lloros, cuando una de las asignaturas de segundo se quedo como una muralla imposible de saltar....hasta que por fin paso, llegar a tercero era como saber que se terminaria la carrera. Recuerdo ir a ver las notas, cuando mi novio por entonces, pasaba las vacaciones en su casa, por tierras sorianas. El paso al ecuador, hay una foto de ese dia, tan jovenes... Han pasado los años, muchos y a la vez pocos, porque la vida corre que vuela... Gracias Julio
ResponderEliminarYa pueden estar muchos de mis compañeros agradecidos a sus parejas de entonces. Ellas fueron capaces de soportar a aquellos tíos raros obsesionados con la Escuela, con aprobados, asignaturas y profesores, su única razón de ser, su único tema de conversación, su única preocupación, como si el resto del mundo no existiera. Qué paciencia, qué dedicación, qué cariño les brindaron.
EliminarY qué merito tuvieron. Aquellas mujeres, como siempre han hecho casi todas a lo largo de las generaciones, ofrecieron lo mejor de sí mismas por puro y desinteresado amor, sin ser correspondidas en la mayoría de los casos.
Esta muy bien
ResponderEliminarQué buenos recuerdos! Leer tu relato ha sido como abrir un puchero y empezar a borbotear el contenido. No he vuelto a saborear un bocadillo de salchichas como los de Josefina, en el pequeño bar, después de aguantar estoicamente una clase de proyectos con Luna, con las ventanas abiertas de par en par, en pleno enero y a las ocho de la mañana.
ResponderEliminarGracias Julio.
V.S.
Otro recuerdo entrañable es la cancioncilla que le dedicábamos (por lo bajini claro) a un profesor:
ResponderEliminarMira que te mira Mira
Mira que te está mirando
Mira que te va a joder
Mira que no sabes cuando
¿A qué no os acordábais?