21 febrero 2020


Aquellos años de la Escuela

Julio Sánchez Mingo

A Fernando Sánchez-Arjona y Eyralar, Santiago García de Paredes, Miguel Ángel López Conde, Quique Rodríguez Segura, Pepe Carrascosa Salmoral y Juan Luis Lazaga Fiol, in memoriam


La pasada semana nos reunimos a comer los compañeros de promoción de la Escuela, por primera vez en muchísimos años. La víspera, preso de la nostalgia, mi mente empezó a rebobinar y a recordar aquellos tiempos de estudiante.

Éramos unos perfectos irresponsables, insensatos, inconscientes e inocentes, pero, precisamente por eso, muy felices. ¡Los años de la juventud! Aquella bendita institución era un desastre desde el punto de vista académico. Eso sí, el nivel de exigencia era altísimo, de los más altos de la universidad española. Nuestro objetivo no era otro que aprobar, la idea de formarnos no la contemplábamos y estábamos en manos de un cuerpo docente que era un conjunto de reinos de taifas, donde cada uno velaba por sus intereses y remaba en la dirección que mejor le cuadraba. Un centro dedicado, teóricamente, a la formación de ingenieros para la industria pesada hacía que desayunaras con Heisenberg, del que te habías hecho íntimo, o te enfrentaras a una barrera de potencial, cabalgando a lomos de un electrón.
Los dos primeros cursos eran selectivos. La parte de una asignatura de criba feroz, donde precisamente aparecía nuestro amigo Heisenberg, estaba impartida por un oscuro y siniestro profesor de bata blanca, al que no vi sonreír en todos aquellos años. Un día, un grupito de descerebrados decidimos tomarnos la revancha y, ni cortos ni perezosos, delante de la Escuela, a la luz del día, desmontamos el tapacubos de una de las ruedas de su 4 Latas, pusimos unas chinitas y volvimos a armarlo. Nunca supimos si se volvió loco con el ruido al rodar y si detectó pronto el origen de los grillos, que tanto molestan a los conductores.
Tuvimos un catedrático, maestro de la escabechina, senador del Reino, que también se hizo famoso ¡en toda España! por sus suspensos, al que cantábamos al ritmo de la música del chotis Madrid de Agustín Lara: « --- , --- , --- , demócrata, ingeniero, gran cabrón, --- , --- , --- , en Soria estarías mucho mejor... ». Yo aprobé su asignatura en una repesca oral, en la pizarra, en un examen que consistía en resolver cinco problemas, sin poder consultar libro alguno. Al primero que se fallaba ¡a la calle! Llegué al último, que estaba planteado para ser resuelto en coordenadas polares. Me di cuenta pero, por temor a equivocarme en su desarrollo, lo resolví en cartesianas correctamente, pero claro, de forma poco elegante. Se lo hice notar y, el muy sádico, en lugar de dejarme ir aprobado, me planteó otro ejercicio, que también solucioné adecuadamente. ¡Victoria! A la salida, uno de los suspendidos, preso de los nervios, fue a pegarle. Tuvimos que sujetarlo. Hubo otro compañero al que tuvo enganchado con esa asignatura bastantes años. Llegó a dominar tanto la materia, que daba clases en una academia preparatoria con gran éxito, sabía más que todos los profesores juntos. Ya terminada la carrera, el ínclito catedrático senador lo contrató para su departamento y, con los años, el bueno de mi compinche terminó siendo director de la Escuela.
Cuando yo empecé allí mis estudios, sólo había tres chicas, de un total de más de mil alumnos. Las tratábamos como a reinas, como a unas queridísimas hermanas, en aquellos tiempos en que el machismo imperaba en la sociedad española y la enseñanza se impartía con los chavales en edad escolar segregados por sexo, salvo alguna rara excepción como mi colegio. Estando yo en primero, se celebró un festival por el Paso del Ecuador de la correspondiente promoción. Al salón de actos acudió a cantar una morena muy guapa ¡en pantaloncitos! Nótese que Franco aún no había muerto. Cuando aquella inconsciente, que no sabía dónde se metía, fue a comenzar con sus trinos, una manada de maleducados salvajes empezó a cantar: «Maizena, Maizena, buena, buena, buena, Maizena, Maizena, tres veces buena... ». Llamadas al orden del maestro de ceremonias. Pero cada vez que la pobre intentaba retomar su actuación, aquella masa de becerros insistía con su cántico. Hasta que no pudo más, se echó a llorar y abandonó el escenario. ¡Lamentable!
La única vez en toda mi vida que me he bañado en el estanque del parque de El Retiro fue, precisamente, por nuestro Paso del Ecuador. La tradición mandaba que, al llegar a tercer curso de la carrera, cada promoción desfilara en comitiva automovilística desde la Ciudad Universitaria hasta el parque para aquí botar un barco, un artefacto que cada año era más estrafalario. Para desesperación de la policía municipal, en cada semáforo rojo se abandonaban los coches, se cantaba, se bailaba y se bebía. Aquel año no solo se lanzó el buque al agua, también nos tiramos unos a otros.

Botadura en la orilla Sur del estanque de El Retiro. Qué verde era. Qué pelado está.

Tenemos un compañero que no se ha apeado del coche desde entonces. Hasta a las manifestaciones, antes de encararnos a los grises, se acercaba con su 600. Si queríamos acudir juntos, teníamos que ir en su coche. Una noche, cuando íbamos con gran jolgorio a un concierto de Raimon en el teatro Fígaro, en su vehículo, claro, aterrizamos sobre el césped de la rotonda del cruce de Alfonso XII con la cuesta de Moyano, reventando una rueda. Menos mal, llegamos a tiempo.
Hubo un año en que los ánimos estuvieron muy revueltos en el campus con motivo de las protestas y las huelgas de los futuros médicos. Se sucedían las manifestaciones y los enfrentamientos entre estudiantes y unos prehistóricos y mal formados antidisturbios, que cargaban sin piedad. A la vista de los altercados, el ordenanza mayor cerró la puerta de nuestra Escuela, con nosotros dentro, para que no entraran ni alborotadores ni policía, hasta que amainara el temporal. En aquellos últimos años de la dictadura, paradójicamente, las instituciones universitarias gozaban de inmunidad y los uniformados no podían acceder a no ser que se lo requiriera la dirección o por mandato judicial. En un cierto momento se acercaron a buscar refugio varios chavales sangrando abundantemente, con brechas en la cabeza. Aquel funcionario se hizo cargo de la situación, se apiadó de ellos, abrió la puerta y los invitó a entrar: «Pasad, hijos, pasad.».
Tuvimos un compañero un tanto extravagante que no tuvo mejor idea que comprarse, por dos perras gordas, una fortuna para cualquiera de la mayoría de nosotros, un bonito deportivo inglés descapotable, un MG de color blanco. Era de enésima mano y aquello fue una ruina porque le falló más que una escopeta de feria. El primer día que apareció con su flamante adquisición, nos invitó a los más cercanos, que sesteábamos al sol en la escalinata de acceso, a probar y conducir, de uno en uno, su joya de la mecánica. Así lo hicimos y nos dedicamos a circular por un circuito que pasaba por delante de la entrada de una escuela cercana, donde, en su correspondiente escalinata, también sesteaban indolentes bastantes alumnos. A la primera pasada no reaccionaron. A la tercera, abucheos. A la quinta silbidos, gritos, abucheos...
Donde desfogábamos toda nuestra energía juvenil era en las prácticas de la asignatura de Soldadura. Las de oxiacetilénica eran para personas mañosas, habilidosas. Las de arco eléctrico eran otra cosa más acorde a nuestra brutalidad. Había que vernos con el buzo puesto, el portaelectrodos en una mano y la máscara en la otra, cuando no golpeando vivamente con la piqueta para eliminar la escoria del recubrimiento protector del cordón.

Apuntes de Soldadura

El colofón a aquellos años lo pusimos con la organización de la Exponaval, una muestra sectorial de la industria española, en los locales de la Escuela. Yo contribuí gestionando una aportación de la caja de ahorrospara sufragar el costo de la impresión de los carteles de la feria. Y un sábado por la tarde, otro compañero y yo, nos dedicamos a empapelar fachadas por medio Madrid. Empezamos con la Delegación de Hacienda de la calle Montalbán, no nos atrevimos ni con la adyacente Subsecretaría de la Marina Mercante ni con el vecino Cuartel General de la Armada. La calle era de los infantes de Marina que montaban guardia. Terminamos con la entrada de Astilleros Españoles, en la calle Padilla. Creo recordar que se imprimieron más de mil unidades. El día de la inauguración me tocó ejercer de introductor de almirantes hasta el despacho del director y aplacar a un almirante retirado que se presentó todo ofendido y enojado por no haber sido invitado al acto. Para nosotros, lo mejor de la exposición fueron las relaciones que se establecieron con las azafatas contratadas para los distintos stands.
Los atardeceres más bonitos que he visto en mi vida los disfruté desde un aula que se asomaba a la fachada principal, mientras el Sol declinaba sobre la Casa de Campo. No me extraña que Velázquez reprodujera esos colores en algunas de sus obras maestras. Menudo contraste con el gris naval de las paredes de aulas y pasillos.

Para acudir a nuestro reencuentro en la Escuela, la cita era allí, decidí ir en metro hasta Moncloa y bajar caminando por el caminito del Pabellón, por donde circulaba el tranvía cuando yo era niño, y recordar aquellos años de estudiante. En la estación de casa coincidí con dos compañeros que habían tenido la misma idea. Según nos acercábamos, vimos a bastantes sesentones, de pelo blanco, salvo alguna honrosa excepción, en la escalinata del edificio: los compinches. La nostalgia desapareció como por ensalmo y dio paso a una gran alegría por volver a ver a los viejos amigos. Rejuvenecimos más de cuarenta años. Como si el tiempo no hubiera pasado. Un compañero gaditano, haciendo honor a sus orígenes, me saludó como entonces: «¡Julito, pissshaa... !», dándome un fortísimo abrazo. Todos salimos de la larga sobremesa eufóricos, con una sonrisa de oreja a oreja.
Hasta dentro de dos años.

8 comentarios:

  1. Grande julio,compartir tus recuerdos
    Historias similares podriamos contarlas pero no con tu autoironia y elegancia

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  2. Hay que jorobarse, tantos años de Liceo juntos y tantas reuniones de la clase y jamás te he oído contar anécdotas tan jugosas...

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    1. Nunca llueve a gusto de todos.
      Mi hermana me decía esta mañana que las batallitas del abuelo Cebolleta son una pesadez, ja, ja, ja...
      Besos, señora mía.

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  3. Que bueno. Me ha gustado mucho tus recuerdos. Aquellos 2 años selectivos, no en vano fui novia de uno de tus compañeros, y sufria sus lloros, cuando una de las asignaturas de segundo se quedo como una muralla imposible de saltar....hasta que por fin paso, llegar a tercero era como saber que se terminaria la carrera. Recuerdo ir a ver las notas, cuando mi novio por entonces, pasaba las vacaciones en su casa, por tierras sorianas. El paso al ecuador, hay una foto de ese dia, tan jovenes... Han pasado los años, muchos y a la vez pocos, porque la vida corre que vuela... Gracias Julio

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    1. Ya pueden estar muchos de mis compañeros agradecidos a sus parejas de entonces. Ellas fueron capaces de soportar a aquellos tíos raros obsesionados con la Escuela, con aprobados, asignaturas y profesores, su única razón de ser, su único tema de conversación, su única preocupación, como si el resto del mundo no existiera. Qué paciencia, qué dedicación, qué cariño les brindaron.
      Y qué merito tuvieron. Aquellas mujeres, como siempre han hecho casi todas a lo largo de las generaciones, ofrecieron lo mejor de sí mismas por puro y desinteresado amor, sin ser correspondidas en la mayoría de los casos.

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  4. Qué buenos recuerdos! Leer tu relato ha sido como abrir un puchero y empezar a borbotear el contenido. No he vuelto a saborear un bocadillo de salchichas como los de Josefina, en el pequeño bar, después de aguantar estoicamente una clase de proyectos con Luna, con las ventanas abiertas de par en par, en pleno enero y a las ocho de la mañana.
    Gracias Julio.

    V.S.

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  5. Otro recuerdo entrañable es la cancioncilla que le dedicábamos (por lo bajini claro) a un profesor:

    Mira que te mira Mira
    Mira que te está mirando
    Mira que te va a joder
    Mira que no sabes cuando

    ¿A qué no os acordábais?

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