19 mayo 2017

En gris

Matilde Bueno Aguado

Allí otra vez.

Demasiados años de ausencia. Siempre con la sensación de ese algo incompleto dentro de ti.

Recuerdos. El desgarro de la separación. La certeza de saber que aquello que dejabas atrás nunca volvería a ser igual. Esas personas que son parte de tu vida. Que son tu vida.

Y también los lugares: la bocacalle que desemboca en la plazuela con su quiosco, donde comprabas tebeos que te gustaban tanto, donde se iban los ahorros de la semana. Y, de vez en cuando, el libro que te habían regalado y que compartías en horas felices de lectura con aquella otra niña, tu hermana, la hermana que tanto habías añorado casi desde tu nacimiento y que te fue dada por casualidad en una compañera de colegio. Una niña toda ojos y piernas larguísimas, como tú misma.

Ni siquiera recuerdas bien por qué erais tan amigas. El flechazo de la amistad, que también existe y no todo el mundo tiene la suerte de encontrar. Sí recuerdas, en cambio, cómo os reíais juntas por cualquier bobada. El mismo sentido del humor, del ridículo. Sin cansaros nunca de charlar o compartir.

Vuestros paseos interminables por la Gran Vía madrileña. Arriba y abajo. Desde Callao hasta la iglesia de San José. Y vuelta a empezar. Paseos en los que os cruzabais con el torero que tanto os gustaba, el actor pelirrojo y zanquilargo que a veces hasta os sonreía y tantos y tantos famosos que frecuentaban y parecían disfrutar, como vosotras, de una avenida archifamosa y entrañable. Pero sobre todo la certeza de encontrar, sentado siempre a la misma mesa y tras una larguísima luna de cristal, al defensa del Madrid, tan guapo, que os traía locas.

Y era allí, frente a aquella cafetería, (¿que se llamaba?...ya no me acuerdo), donde siempre os despedíais, hasta mañana. Ella, Gran Vía arriba, camino de su casa. Tú, Alcalá hacia abajo, camino de la tuya.

Y nunca era hasta mañana porque todavía existía el teléfono para compartir cualquier nadería de última hora.

Y tu hogar, todavía completamente tuyo. El amor de tus padres. De tus hermanos, desesperados de que ya estuvieras enganchada al teléfono, que ellos también necesitaban para hablar de chorradas tan importantes como las tuyas.

Sales de tu ensoñación al ser empujada por alguien a quien pides disculpas sin pensar siquiera que no eres tú quien debe disculparse. Pero llevas tanto tiempo allí, parada como un pasmarote, que has perdido el sentido de la realidad.

-Hoy no había polución– comenta mi hermano horas después. -Habrás podido contemplar esa puesta de sol sobre el cielo de Madrid que tanto te gustaba. Has tenido suerte.
-Vosotros sí que habéis tenido suerte.
Me mira perplejo. Sé que no me entiende, pero no me importa.
-Pablo, ¿recuerdas cómo se llamaba aquella cafetería que estaba a la entrada de la Gran Vía, casi frente a la iglesia de san José?
-¿Dolar?
-No, un poco más arriba.
El nieto de mi hermano, que pasa en ese momento por allí:
-Ya estáis hablando de la prehistoria, tíos. ¡Anda que no sois antiguos!
Y Pablo que me mira resignado:
-¡Mira que están mal educados estos críos de ahora!…. No hermana, no me acuerdo.

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J.S.M.

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