Odiosas Navidades
Julio Sánchez Mingo
Cada vez hay más adultos a los que oigo renegar de las fiestas navideñas. Casi todos ellos me argumentan que son celebraciones para niños, los que verdaderamente disfrutan con sus aspectos mágicos, los que mantienen la ilusión por el halo de las leyendas que las rodean, pero que ellos, los mayores, están deseando que pasen lo más rápido posible. La gente joven se divierte al margen de las connotaciones religiosas, tradicionales o mágicas de estos días. Son jornadas festivas y hay que aprovechar al máximo. Es lo único que cuenta para ellos.
A mí, de chaval, me gustaba acudir a la plaza Mayor con mi amigo Ugo la primera tarde de las vacaciones escolares de Navidad. Disfrutaba con la contemplación de las casetas llenas de figuritas para el nacimiento y de los puestos de abetos —realmente en España se usaban y se usan píceas—, ramas de acebo y muérdago y musgo. El olor a monte invernal invadía todo el recinto y los vendedores, para contrarrestar el frío de las tardes de diciembre, encendían fogatas con restos vegetales. Era todo más natural y primitivo que ahora. El ambiente era bullicioso y no existían las aglomeraciones y riadas de gente que en los últimos años obligan a cerrar la estación de metro de Sol y a que los municipales tengan que encauzar la circulación de la muchedumbre.
Las casetas que ahora monta el ayuntamiento carecen de personalidad y espontaneidad, no tienen gracia. Muy relamidas, todas ellas son exactamente iguales, como si se hubiera encargado su diseño a Euclides, el genio griego de la escuadra y el cartabón.
También los mercadillos navideños en Centroeuropa, de los que teníamos una imagen idílica, han evolucionado, como pude comprobar hace unas semanas en Budapest. Se han convertido en una sucesión anodina de puestos y casetas de vino caliente y comida —más que contundente, cocinada en el lugar, a la vista del público, en gigantescas sartenes y peroles, apoteosis de la carne de cerdo y todo tipo de visceras y embuchados– y gigantescas pilas de todo tipo de confecciones azucaradas.
He de reconocer que estuve un buen rato la mar de entretenido viendo elaborar kürtőskalács (pasteles de chimenea) en una caseta situada frente a la catedral de San Esteban. Son una especie de gigantescos barquillos cilíndricos, parecidos a los cannoli sicilianos, pero mucho más grandes y sin relleno.
En general, las Navidades han devenido en un delirio de consumismo y excesos. Se come y bebe sin freno y se gasta lo que no se tiene.
El contaminador sector textil inunda las tiendas de exclusivos modelitos a veinte euros, que se usan una sola noche para terminar a continuación en el vertedero. Lo que deben picar esos vestidos de lamé, confeccionados con fibras plásticas.
Además, todos tenemos que ser rumbosos, simpáticos, amables y encantadores, ¡a fecha fija¡ Hasta que un mililitro de alcohol de más lo echa todo a perder. Todo son parabienes, buenos deseos, felicitaciones, bonitas palabras que se lleva el viento: paz, amor, fraternidad, solidaridad. Especialmente almibaradas y, además, estomagantes, son las que nos lanzan las Admistraciones Públicas y los políticos y aquellas compañías que están todo el año maquinando para sacarnos los cuartos con malas artes.
Cantidades ingentes de comida se van a la basura y, con ellas, muchas horas dedicadas a la compra de sus ingredientes y a su elaboración en los fogones.
Se regalan cosas absurdas por la obligación adquirida de hacerlo también a fecha fija y montañas de juguetes quedan arrumbados y pasan a mejor vida la misma tarde del día de Reyes.
"Y ahora, ¿qué regalo yo?", me pregunto el 24 de diciembre a mediodía o el 5 de enero por la tarde. Por cumplir y salir del paso, se termina tirando el dinero y con una extraña sensación de ser un miserable, ruin y tacaño.
Los que peinamos más que canas pensamos en los que ya no están y la añoranza nos invade. Seguramente, para muchos es la faceta más triste de la Navidad. Cuánto echo yo de menos a los míos.
Las personas que luchan contra la soledad y hacen frente a sus demonios del pasado es natural que aborrezcan las modernas Saturnales, que también para los romanos eran sinónimo de excesos. Entonces celebraban el renacimiento del año, cuando los días empiezan a crecer tras el solsticio de invierno.
A pesar de todo, en algún momento, un rayo de ilusión me conmueve. Especialmente cuando veo las caritas de los más pequeños irradiando felicidad, o cuando montan ilusionados el Nacimiento con abuelos y padres, tras patearse la plaza Mayor para terminar comprando una marmita para los pastores que ya la quisiera Obélix, o escucho alguna musiquilla que me toca una fibra sensible.
Aunque
no sé si este año, las imágenes de la orgía de sangre de
Palestina nos atragantarán la cena a más de uno y apagarán en mí
cualquier rastro de esperanza y fe navideñas.
Estoy totalmente de acuerdo
ResponderEliminarMuy bonito artículo
ResponderEliminarEs verdad que todos renegamos en algún momento de la Navidad,pero al final hay que reconocer que tiene magia y un rallo de ilusión nos conmueve
Ojalá no nos falte la Navidad yni la ilusión nunca
Feliz Navidad
Yo reconozco que también reniego, porque año a año me canso más.
ResponderEliminarPero tengo la suerte de seguir teniendo niños en casa, mis nietos, y de respetar las tradiciones familiares, que siempre han sido de no desparramar, ni en regalos ni en comilonas.
Un encuentro familiar, que no es poco.
Navidad, es el símbolo que rememora el nacimiento de Jesús. Para unos, como yo, el hijo de Dios. El personaje de la historia con cuyo nacimiento y muerte, sin guerras, más influyó en la historia de hombres y mujeres, y por mediación del amor. Ojalá todos demos menos, regalos materiales, que está muy bien, y más amor. Muy bueno tu artículo amigo Julio. Saludos afectuosos y feliz Navidad
ResponderEliminarY cuánta razón tienes, Julio. Yo odiaba las Navidades ya de pequeña. O sea que imagina tú... Creo que habría que prohibirlas; ahorraríamos dinero a la salud pública, sobre todo a la salud psíquica. Las Navidades son para mí sinónimo de mis primeras depresiones. Son un homenaje con mayúsculas a la mayor hipocresía mundial del cristianismo. Y en el ámbito estético-artístico un monumento al kitsch. Yo intento reducirlas a la mínima expresión. Sin embargo no puedo sustraerme del todo al ambiente general que se crea a mi alrededor. La verdadera paz navideña, que para mí debe interpretarse como «paz de la Navidad» en el sentido de que «la puñetera Navidad nos deje en paz» no hay manera de obtenerla. Y creo que es un derecho humano. Un gran abrazo.
ResponderEliminarSuscribo todo cuanto has escrito al 100/100
EliminarA mi me gusta la Navidad. Recuerdo especialmente la de mi niñez pero, me siguen gustando estas fiestas y todo lo que las rodea; me encanta recibir regalos, los abro despacito y con ilusion por ver que contienen los bonitos envoltorios, también me gustan las luces que iluminan las ciudades estos días, el bullicio de la gente etc.
ResponderEliminarYa soy mayorcito pero la ilusión no tiene edad.
Nadie está obligado a hacer regalos, ni a festejar la Navidad, si no le gusta, o no le apetece, por eso no entiendo a los que protestan por la celebración ya que nadie te obliga a hacer aquello que tú no quieres.
Las Navidades, tal como están concebidas hoy en día, traspasan el ámbito privado y es imposible sustraerse a su influjo. Te gusten mucho, algo o nada las has de soportar. Qué se lo pregunten a los vecinos del centro de Vigo.
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