19 febrero 2021

 

Afrodita agachada


José Luis Najenson



Después de ver la escultura de Afrodita agachada en el Museo Arqueológico de la Córdoba española, soñé con ella; pero tan vívidamente, que recordé aquella peregrina teoría borgeana de que la esencia de la vida es sueño. En realidad soñé con Aspasia de Mileto, bella y sabia hetaira que luego fue la esposa de Pericles, porque muchas estatuas de Venus de la época, e incluso de las copias realizadas durante el posterior dominio romano, llevan su rostro y su cuerpo. Todo ello debido a que el célebre Fidias, amigo y amante secreto de Aspasia, la reprodujo en sus obras. Como soy un enamorado del arte clásico y de las mujeres rollizas, quedé embobado por la estatua. No sólo debido a la exuberante belleza de su cuerpo entrado en carnes, como casi todas las efigies clásicas, sino por su postura, poco frecuente.

En mi sueño, el ignoto artista la estaba esculpiendo con fervor, cual si la misma diosa se hubiera rendido a él para inspirarlo. Ello me hizo recordar, asimismo, a la Venus de Cnido, porque ambas miran hacia atrás, aunque esta última muestra más holgadamente sus olímpicas nalgas y ostenta una traviesa sonrisa. La Afrodita de mi sueño, empero, cuyo rostro no estaba destruido por el tiempo, ya que el sueño es una forma de viajar por él, exhibía veladamente una sonrisa aún más seductora que la de Cnido, y decididamente lujuriosa. En las comisuras de sus labios se dibujaba el deseo y en sus ojos bullía el mar ancestral, de donde había surgido la diosa para enloquecer a dioses y hombres. Estaba quieta, pero el leve temblor que sacudía suavemente sus blanquísimos músculos abdominales se acompasaba con el reflujo del mar encerrado en sus ojos, omnipresente y lejano.

En el sueño, yo era un voyeur imprevisto e invisible, y según la dirección de su mirada hacia el artista, vi que la esculpía desde atrás, con la vista clavada en su espalda y en la gloriosa eclosión de redondez y gracia donde aquélla terminaba. El escultor estaba también desnudo, y ella no se atrevía a mirarlo a los ojos, o, quizá, lo hacía adrede, para fijarse en lo que había hecho famoso a Príapo; aunque ésta es otra curiosa historia de esos griegos voluptuosos y geniales. El pseudopríapo de este sueño, al cual envidié sin vergüenza desde mi escondite onírico, dejó de repente su mazo y su cincel para acercarse a la diosa en cuclillas. Y así, a pesar del precario equilibrio en que ella estaba, con apenas la planta de su pie izquierdo apoyada y los vaporosos dedos del otro pie rozando la laja de mármol de Paros que servía de base, la embistió como lo haría un centauro, sin pudor ni culpa. Después de una breve y furiosa cabalgada, durante la cual Afrodita mantuvo heroicamente su inestable postura sin que se le borrara la sonrisa, el escultor se tumbó sobre el césped, recostando su cabeza sobre el pie izquierdo de la diosa. Al cabo de un merecido descanso, volvió a coger su mazo y su cincel para arreglar el estropicio que había hecho en la perfecta geometría de sus nalgas.

2 comentarios:

  1. Precioso relato donde lo clásico, lo onírico y lo pícaro se mezclan

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  2. Hermosa descripción de un sueño, que despierta mi deseo por la contemplación del arte, viendo la fascinación que el escritor siente por la obra.

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