El cementerio de Villavieja de las Torres
Julio Sánchez Mingo
J. S. M. |
Ha llegado un nuevo cura a la iglesia de
Villavieja de las Torres.
Se ha encontrado toda la administración
parroquial manga por hombro.
Su antecesor, un hombre ya mayor, que se
ha jubilado, tenía las tareas burocráticas completamente
abandonadas. De las labores del culto y la confesión se ocupaba mal
que bien. Sus sermones eran insoportables, especialmente los
pronunciados en las bodas. A veces, en las lecturas de la misa, donde
lo ayudaban algunas de las beatas de turno, se quedaba medio dormido.
El cementerio del pueblo pertenece al
curato y desde hace muchos años nadie se ha preocupado de su
gestión, tanto que ahora es el mayor quebradero de cabeza del nuevo
pater.
No hay registro de la fecha de
vencimiento de la concesión de la mayoría de las —pomposamente
llamadas—
sepulturas perpetuas, que suele serlo por noventa y nueve años. No
consta quién está enterrado en las más antiguas, ni quién es el
titular actual. Tampoco se sabe nada de la capacidad de muchas de
ellas y, por tanto, cuántos cuerpos puede todavía admitir cada una.
Afortunadamente para el pobre sacerdote, el estado de incuria de las
tumbas es responsabilidad de las familias de los difuntos.
Desesperado, ha pedido ayuda a la
feligresía para que aporte la documentación que obre en su poder y
así poder aclarar semejante embrollo. Y claro, se ha convertido en
el motivo principal de conversación de los parroquianos, incluso de
los que viven fuera.
En la
plaza, Atanasia, en un corrillo: —Mi José quiere que nos
enterremos juntos, con sus padres. Pero yo no quiero estar toda la
eternidad con la arpía de Blasa, mi suegra. Menuda bruja, me hizo la
vida imposible. Mi nieta Carla y su amiga Daniela me dicen que deje
encargado que me tuesten.
—El
otro día, Félix, mi vecino, se acercó al cementerio a poner unas
flores en la sepultura de su madre. Se llevó a su padre, que es un
señor bastante mayor, que está bastante torpe. Con tan mala suerte
que el pobre hombre se le cayó en una tumba vacía, abierta, sin
cubrir. No podía sacarlo del siniestro hoyo, tuvo que pedir ayuda.
Cuando consiguieron subirlo,
el pobre abuelete estaba lívido, blanco. Menuda impresión se debió
llevar.
— Imagina lo que debe ser verse ahí
abajo. A uno de la Diputación que yo conocía le pasó lo mismo.
Salió descompuesto del agujero. Fue como una premonición. A los
tres meses la diñó.
—Yo quiero que me entierren con mi
marido y mi hijo mayor. Pero no sé si cabré, porque también están
ahí mis suegros, tu marido, mi hermana mayor y su propio, y el
pobre hijito que se les murió con diez días. A mí no me hace mucha
gracia que me incineren, más si de esta forma quepo...—
decía
comprensiva la semana pasada Tomasa, una
señora cercana al siglo, a quien llaman la Flaca
por su desbordante humanidad.
Su
cuñada Amparo le respondía: —Yo nada de que me quemen. Me da
miedo. ¡Mira que si me achicharran y todavía estoy viva! Por lo
menos, la losa, ¿sabes que la nuestra es más gorda que la de
Franco?, tardan dos o tres días en ponerla otra vez.
—Antonio,
no veas la que se ha montado en casa entre mi mujer y su padre. Hemos
sacado los papeles del cementerio y resulta que en el panteón
familiar, además de mi suegra, está enterrada una tal Eloísa Pérez
Cartujano, que fue, hace más de cincuenta años, la querida de mi
suegro, cuando Carmen estaba todavía en la tripa de su madre. Se
pasa el día llorando y diciéndole que es un monstruo, que ha
deshonrado la memoria de su madre y que arderá en los infiernos por
tener en la misma tumba a una santa y a una puta. El cabrón no había
dicho ni mu. Como
en la lápida no pone nada de la tal Cartujano, nadie se había
enterado. Debió hacerlo con nocturnidad y alevosía, con alguna
funeraria de la capital. ¡Menudo pájaro!
¡La que
ha organizado el curita en su afán por arreglar el estado de cosas
del camposanto, más por miedo al vicario episcopal que por su propia
apetencia!
Muy propio para la Santa semana. Je je je.
ResponderEliminarNo me gustan los cementerios, cuando paso cerca de uno de ellos los miro de reojo, como no queriendo verlos.
ResponderEliminarSi alguna vez viene a mi memoria alguno de ellos, enseguida hago algo muy movido (me pongo incluso a bailar, si es ne esario) para quitármelo de la cabeza.
Pero hay personas que sienten cusiosidad por esos lugares, cosa para mi sorprendente.
Leí hace mucho tiempo que en Málaga hay una escritora americana, llamada bowles y que más de una vez ha aparecido caminando entre las tumbas, donde fue enterrada. Creo que el cementerio se llama San Miguel... a mi nunca me verán allí.
En este caso, el refrán: "Es peor el remedio que la enfermedad" es totalmente aplicable. jejeje
ResponderEliminar¡Qué dinamismo en la narración!
ResponderEliminarPara ir el tema de cementerios, resulta divertido. Casi da para un gracioso sainete
Me gusta.