De
Ramos a Pascuas.
Síntesis
de arte y sentimiento
Julio
Sánchez Mingo
 |
Altea (Alicante). Semana Santa 2018. J. S. M.. |
Para
unos la Semana Santa es el apogeo de la religiosidad española. Para
otros, una tradición cultural que se plasma en un conjunto de
celebraciones de innegable fuerza teatral y
magia artística. Sin embargo,
para muchos se trata simplemente de un período de asueto, de
vacaciones.
A
muchos niños pequeños las procesiones les dan miedo. No es de
extrañar. El desfile, de noche, de unos Cristos ensangrentados de
largas y negras barbas, nazarenos cubiertos de capirotes, penitentes
que se autoflagelan, el sonar de los tambores… son representaciones
que forzosamente los tienen que aterrar. Afortunadamente, de crío no
asistí a ninguna de estas ceremonias.
Sin
embargo, para los adultos, estos cortejos son manifestaciones de gran
valor emocional y estético.
El
pasado domingo de Ramos vi por la calle a un grupo familiar portando
palmas y ramas de olivo. Supuse que venían de la parroquia del
barrio, de asistir a la larga misa con la que se abren las
celebraciones religiosas de la Semana Santa, en la que se lee el
relato completo de la Pasión de Cristo.
La
nostalgia se apoderó de mí. Me vinieron a la memoria aquellos días
felices de la infancia inocente, llena de sencillas ilusiones, cuando
me regalaban una palma trenzada, la propia de los niños, que, a la
vuelta de la iglesia, sustituía a la del año anterior en el
alféizar de la ventana de mi habitación. O cuando mi padre, el
domingo de Pascua de Resurrección, nos obsequiaba con el
correspondiente huevo de chocolate, tradición que después recuperó,
de mayor, con su nieto.
—Domingo
de Ramos, quien no estrena no tiene manos—
reza la tradición, a lo que algunos añaden —… y quien estrena
se condena—. Ese día había que
estrenar algo, aunque fueran unos prácticos zapatos, unos
calzoncillos o una camiseta. En aquellos tiempos no estaban las
economías familiares para grandes excesos.
Al
parecer, ese dicho proviene de la costumbre de estrenar la nueva ropa
de temporada en ese domingo, tan señalado, de primavera; gasto al
que no podían hacer frente los que no tenían manos, es decir, no
tenían trabajo.
En
la España de Franco la religiosidad impostada lo inundaba todo. Eran
tiempos de falsedad, fingimiento, de santurronería, de devoción
hipócrita.
En
Semana Santa, a los niños no nos dejaban cantar, ni siquiera reír
en público. Las emisoras de radio solo transmitían música fúnebre
o, en su defecto, clásica. Los cines programaban exclusivamente
películas de temática religiosa, muchas de ellas insufribles para
aquellas tropas de inquietos, ruidosos y traviesos chavales que
llenábamos las salas los días de vacaciones.
Afortunadamente,
en Hollywood habían inventado las películas de romanos
—éstas sí nos gustaban y
entretenían—, que siempre
incorporaban algún aspecto piadoso, lo cual permitía su proyección.
Ben-Hur,
Quo vadis,
Barrabás…
son un ejemplo emblemático de aquella cinematografía de nuestra
infancia, que, paradójicamente, mostraba grandes dosis de violencia,
a pesar de estar dirigida a un público de menores. Recuerdo
acurrucarme en el regazo de mi madre para no ver la escena de la
cueva de los leprosos de Ben-Hur. Sin embargo, la carrera de
cuadrigas entre el romano Messala y el príncipe judío protagonista
me entusiasmó.
Fray
Escoba, sobre la vida de San
Martín de Porres, o Molokai,
la isla maldita, biografía
del padre Damián, nos aburrían soberanamente.
La
noche en que una Massiel jovencita y minifaldera —para
el criterio de aquellos tiempos—
ganó el festival de Eurovisión
con la canción La, la la1,
iba
yo camino de Alicante, en el expreso, rodeado de otros pasajeros que
seguían las votaciones por el transistor,
a disfrutar de mis primeras vacaciones de Semana Santa en la playa,
con la ilusión propia del muchacho que era.
Un
par de años después comenzamos a acudir a discotecas, más a la
caza y captura que a bailar. Obviamente, toda esa semana sin clases
estaban cerradas, hasta el domingo de Pascua de Resurrección.
En
la costa levantina, para hacer caja en fechas de tanta afluencia de
foráneos, muchas de aquellas abrían a las doce de la noche del
Sábado Santo, sorteando el precepto de cierre en los días de
abstinencia lúdica. A la vista de esta circunstancia, un grupo de
pardillos, entre los que yo me encontraba, se apostó en la puerta de
la única discoteca de Altea, Gamma, esperando su apertura, hecho que
no se produjo, para nuestra desesperación, tras más de una hora de
incertidumbre.
He
conocido, muy parcialmente, la Semana Santa de Sevilla y de Córdoba,
donde se viven estas celebraciones con intensidad, con sentimiento,
como su fiesta mayor, mucha gente con fervor religioso.
Oír
cantar una saeta, mientras la comitiva se detiene y todos los
presentes callan, pone los pelos de punta. Ver salir al Cristo de
Molviedro —así
es conocida la imagen de Nuestro Padre Jesús Despojado de sus
Vestiduras—
de la capilla del Mayor Dolor, con la muchedumbre que abarrota la
plaza Molviedro en silencio absoluto, solo roto por las secas
instrucciones del capataz a los costaleros que, presos del esfuerzo y
la tensión tratan, a ciegas, de que el paso, ajustado al centímetro,
no toque el marco de la puerta y se desmorone, forma un nudo en la
garganta. Una explosión de júbilo y aplausos recorre la calle
cuando lo consiguen, al tiempo que suena la música del himno
nacional, tocada por una banda. ¿Quién no se emociona con escenas
así? ¿Es religión o se trata de un soberbio espectáculo, de
puro arte?
En
Córdoba, en una tarde gris de Domingo de Ramos, los simpatiquísimos
chavales de la Banda de Música de Pozoblanco, —dicharacheros,
parlanchines, graciosos en su discurso, alborotados y nerviosos—
no paraban de mirar al cielo, temerosos de que la lluvia frustrase su
estreno acompañando un paso procesional. Finalmente, sus temores se
confirmaron y las procesiones se suspendieron. ¡Qué decepción, qué
disgusto, cuánta ilusión desvanecida, qué manera de llorar!
En
un país donde muchos ciudadanos son no creyentes o no practicantes,
aunque de tradición cultural católica, es llamativo que unas
celebraciones de origen religioso sean seguidas con sentida emoción
y grandísima afluencia de público.
1
Compuesta
por el Dúo Dinámico, Manuel de la Calva y Ramón Arcusa. Serrat,
inicialmente seleccionado para representar a TVE, había expresado el
deseo de cantarla en catalán, lo que provocó una gran controversia
y su posterior caída del cartel en beneficio de la cantante.