29 junio 2018


La broma infinita*

Jesús Ramos Alonso

Con Dios me acuesto, con Dios me levanto…”. En el colegio había aprendido que Dios era un amigo, así que todas las noches le hablaba. Las oraciones formaban parte de una serie de ritos, como la misa de los domingos o el potaje de los viernes que, en conjunto, obedecían a la misma lógica: sé bueno o irás al infierno. Era igual que cuando mi padre me mandaba callar, una de dos, obedecía o me soltaba un guantazo.
Así que la relación con Dios era fácil, ni le veías ni te hablaba pero sentías que estaba ahí: si copiabas en un examen solo tenías que confesarte y cerrar los ojos apretando fuerte hasta que sentías dolor de contrición, que se notaba porque veías estrellitas, luego rezabas los padrenuestros de rigor y quedabas en paz. El problema era el tutor que, más de una vez, me había puesto la cara del revés.
Un día, en clase de dibujo, por hacer una gracia, le clavé el compás en el culo al compañero de delante. Como me hice el despistado, nadie me vio y a Joaquinito, que se sentaba a mí lado, le cayó una buena. Aquello me hizo dudar de lo que hasta entonces había creído a pies juntillas, pero cuando realmente me di cuenta de que las cosas no eran tan simples fue tiempo después. Tendría yo doce años y por hacerme el hombrecito solté en la mesa un “¡Otra vez sopa, me cago en Di…!”. Aún recuerdo la cara de mi padre, el manotazo que pegó con la cuchara en la mesa, los pegotes de fideos en las flores del empapelado, y lo rojo que se puso mientras se quitaba el cinturón y, amenazante, levantaba el brazo; luego, de repente, como si le hubiera alcanzado un rayo, cayó al suelo. La apoplejía le dejó con cara de luna y sentado en una silla para los restos.
A las palizas ya estaba acostumbrado y me parecía lo propio de su carácter pero, ¿por qué siendo yo el pecador, era él quien recibía el castigo?
A partir de entonces dejé de rezar por las noches y empecé a sacar suspensos. Me tenía que quedar castigado después de clase y allí me juntaba con la flor y nata del barrio. Un año después, el Tato y yo robábamos en la tienda de comestibles, amenazando al tendero con una navaja. Con el dinero nos fuimos de bares y nos pusimos ciegos de tapas y de “gin-tonics”. Llegó un momento en que todo me daba vueltas y de lo que ocurrió después solo recuerdo flashes: el Tato gritando “¡Vámonos de putas! “, más gin-tonics apoyados en una barra, un pasillo con luces rojas y una negra con las tetas enormes… y luego el frio de la calle mientras echaba la pota tiritando. Cuando me desperté con la cabeza como un bombo, me acordé del sexto mandamiento, el que más desataba la ira de Dios; me puse de rodillas, agaché la cabeza arrepentido y pedí perdón: « Fue sin querer, me dio vergüenza decir que no, estaba mareado y no sabía lo que hacía…», recé.
Los días siguientes el picor no me dejaba dormir y al mear sentía un dolor espantoso, como si millones de minúsculos cristales bajaran arrastrados por el líquido pestilente que, embravecido, pugnaba por salir de mi vejiga a punto de explotar, erosionando a su paso las pústulas que colonizaban mis vías urinarias. El escozor me hizo reflexionar y en todo aquello vi la mano de Dios.
Como castigo por lo del tendero me encerraron en el reformatorio, y al salir, mi madre me metió en el taller donde había trabajado mi padre. No me importó, al salir del curro me iba de parranda con los otros aprendices y, además, estaba harto del colegio, así que recuperé la fe en la justicia divina.
Luego me casé y poco a poco mi fe se ha ido acrecentando, sobre todo en los finales de mes, cuando la nevera está vacía y vamos a las hermanitas de los pobres a por la bolsa de ayuda: el sueldo del taller no da para mucho y los niños comen como fieras, además la Charo gasta en trapos lo que no tiene.
Yo procuro agradecer a mi manera lo que Dios hace por mí: bendigo la mesa, voy a misa los domingos (me pilla de camino al bar), y a veces hasta le hablo como cuando era niño. Ayer, sin ir más lejos, estaba en casa desinflado, tumbado en el sofá; me habían despedido por lo de la crisis y no sabía por dónde tirar; de repente me encontré gritando al techo como si hubiera alguien allí:
¡Oh Dios, ¿por qué me haces esto?! —exclamé.
Al instante sonó el timbre de la puerta. Era Él que me enviaba dos agentes judiciales con un mandamiento de desahucio por lo de la hipoteca.

* Título tomado de la novela de David Foster Wallace

Miguel Ángel Buonarroti: Capilla Sixtina (Detalle).



22 junio 2018

Convocatoria del III Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid

Se convoca el III Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid, el blog de Julio Sánchez Mingo, con arreglo a las siguientes bases:

1.- Podrán concurrir todas las personas que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad, con un máximo de 5 trabajos.

2.- Las fotografías presentadas deberá reunir las siguientes condiciones:
a) Ser originales e inéditas.
b) No haber sido premiadas ni estar participando en ningún otro certamen.
c) El tema es libre.

3.- Los originales se remitirán por correo electrónico, antes de las 24 horas del 30 de septiembre de 2018, a la dirección diariodemadrid@yahoo.com, con la mención en el asunto III Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid. En el mensaje se indicarán los siguientes datos: nombre y apellidos del autor, su dirección, teléfono, dirección de correo electrónico y títulos de las imágenes.

4.- El editor de jsanchezmingo.blogspot.com designará al Jurado. Éste estará compuesto por un mínimo de tres personas y realizará la elección final de la obra ganadora.

5.- Antes del 30 de noviembre de 2018 se publicará el fallo del Jurado en jsanchezmingo.blogspot.com. Simultáneamente será comunicado por teléfono y correo electrónico al autor ganador, en cuyo momento se le informará también del lugar de entrega del correspondiente galardón, una aguada del insigne pintor Antonio Lago Rivera (1916-1990).
El trabajo vencedor será publicado en jsanchezmingo.blogspot.com en los días sucesivos a la proclamación del resultado, junto con una selección de obras presentadas al concurso.

6.- El premio no podrá declararse desierto. La decisión del Jurado será inapelable.

7.- No se mantendrá correspondencia con los autores de los trabajos presentados desde la publicación de la convocatoria hasta después del fallo del Jurado, excepto para la aclaración de cuestiones relativas a estas bases o a la correcta recepción de los trabajos presentados a concurso. La resolución de todas las cuestiones que puedan surgir o plantearse sobre este certamen son de exclusiva competencia del editor de jsanchezmingo.blogspot.com en calidad de convocante.

8.- La participación en este concurso supone el conocimiento y aceptación de las bases que lo regulan, así como el acatamiento de cuantas decisiones adopte el editor de jsanchezmingo.blogspot.com en lo relativo a su interpretación y aplicación.

Madrid, junio de 2018

Diario de Madrid, el blog de Julio Sánchez Mingo
jsanchezmingo.blogspot.com







15 junio 2018



Cosas de madre

Luis Miguel de Blas

"Seguro que así huele el cielo", pensó. En la mente del niño no podía ser de otra forma. No podía haber en todo el mundo nada que oliera tan bien, o sea que solo en el cielo podía oler así.

Se había levantado algo menos temprano de lo habitual, ya que, al ser domingo, no sólo no había colegio sino que tampoco era necesario que ayudara a su padre en las labores del campo. Sus hermanos, algo mayores que él, seguían durmiendo aún, seguramente por haberse acostado más tarde de lo habitual, Como casi todos los sábados, días que aprovechaban para rondar de noche por el pueblo con otros de su edad, riendo, bebiendo, gastando bromas y despertando con sus cánticos a quienes se retiraban a horas más tempranas. Cuando salió de su cuarto, junto al chiscón, y antes de empezar a descender los peldaños de madera de la desvencijada escalera, ya empezó a olisquear el ambiente, disfrutando de los aromas que le llegaban de la cocina, donde su madre seguro que llevaba algún tiempo trabajando, pues el alba la cogía siempre levantada y raro era el día que alguien de la casa podía pillarla, por muy temprano que fuera, sin estar metida en alguna faena.

Pero el niño sabía que este domingo era especial. Se acercaban las fiestas del pueblo y en todas las casas se preparaban, con algunos días de antelación, los dulces, pastas y guisos especiales que solo se hacían en tales ocasiones. En su casa era costumbre que su madre empezara justamente el fin de semana anterior. El viernes por la tarde advertía a la familia para que nadie contase con ella para nada que obstaculizara su labor si deseaban tener todo lo que les gustaba. El sábado cogía de un cajón la vieja llave de la despensa y se dedicaba a sacar de los armarios, donde reposaban de año en año, las cazuelas para los grandes guisos, los moldes para bollos y pastas y los utensilios para los quehaceres especiales, como el extraño hierro con redondeadas formas en la punta que más parecía servir para marcar ganado que para freír las dulces flores de sartén. Los iba limpiando uno a uno y colocando en los lugares ya pensados de la cocina; después revisaba la alacena comprobando las existencias en la casa de harina, leche, azúcar, etc., y cuando tenía ya todo controlado salía camino del colmado para aprovisionarse de lo que faltara. Tenía tal maña y costumbre que raro era el año en que, tras volver a casa y hacer otra comprobación de rutina, echara algo en falta y hubiera de volver a salir o mandara a alguno de los hijos con el recado, tras lo cual dejaba para el domingo las preparaciones, salvo alguna masa que hubiera de fermentar durante la noche.

A la mañana siguiente, bien temprano, se arreglaba poniéndose un mandil con bordados de hilo blanco, recuerdo de su ajuar de novia que siempre guardaba para estas ocasiones, se ataba un pañuelo en la cabeza cubriendo sus cabellos para que no blanquearan con la nube de harina que solía formarse y empezaba la jornada entrando en la cocina y encendiendo la vieja cocina de leña con unas hojas de periódicos y algún resto de una vieja escoba, antes de salir al corral para ordeñar a los animales y coger algo de leña. Luego ponía al fuego la leche, añadía unas varas de canela y, mientras esperaba que hirviera para seguir con la preparación de los dulces, comenzaba a limpiar y pelar las verduras y hortalizas para los guisos, las troceaba según su costumbre y las dejaba preparadas para cuando llegara el momento de empezar a preparar los pucheros para los estofados, siguiendo las viejas recetas de su madre y el mismo ritual de largas horas de lenta cocción y más de una jornada de reposo para la mejor combinación de los sabores ancestrales.

El pequeño terminó de bajar los escalones despacio, procurando no hacer ningún ruido que delatara su presencia. Le gustaba asomarse a la cocina casi a escondidas y observar el trajín de su madre sin que lo viera, disfrutando al mismo tiempo con los aromas de la leche perfumada con la canela, la nata con azúcar reposando en un cuenco, los olores de matalauva y naranjas confitadas y mil perfumes más esperando su turno con la miel, las almendras y los orejones. Soñaba con los dulces que en unos días llenarían la mesa cuando llegara el día de la fiesta y todos se reunieran en el pequeño comedor al regreso de la romería a la ermita de la patrona. La boca se le hacía agua imaginando las rosquillas cubiertas de azúcar, los pestiños con su miel, las ansiadas perronillas con su suave gusto a manteca,.... y, sobre todo, las roscas borrachas, el dulce más típico y apreciado de la aldea.

Pero aun faltaban unos días para la fiesta del pueblo y, aunque un par de días antes ya estuviera la labor terminada, su madre no les dejaba probar nada hasta que llegara el momento. Mientras tanto, sólo le quedaba disfrutar de los olores que le llegaban de todos los rincones de la cocina, y del ballet que su madre ejecutaba de un lado a otro de la pieza, colando la leche a una gran vasija, troceando las frutas, amasando la harina con la manteca, anisando la masa fermentada, dando forma a algunas de las labores y metiendo otras en el viejo horno de arcilla donde lo mismo cocía panes que asaba tostones y lechazos. Su progenitora gustaba de hacerlo todo en casa, ella sola desde que murió la abuela, y nunca fue de las que se juntaban en la tahona del pueblo, cada una con sus preparaciones para el horno comunal y que no se sabía si lo hacían por no disponer de horno propio o para entregarse, como al descuido, al cotilleo vecinal, a compartir recetas o a darse nuevas de lejanos parientes.


Los días volaban despacio. La impaciencia que los hacía eternos, deseando disfrutar de los anhelados dulces, quedaba mitigada por los juegos sin fin, pues no volvía a haber escuela hasta después de la fiesta grande, y a los hermanos se les pasaban los días en un suspiro, ya fuera con los amigos de correrías por los campos o entre ellos tres compitiendo en el patio de la casa, unas veces a la herradura, otras a la taba o incluso en carreras de chapas que el mayor había confeccionado con unos trozos de corcho para aumentar su peso y a las que había pegado unos recortes con las caras de sus ciclistas favoritos, lo que ocasionaba discusiones sobre las preferencias de cada uno, pues no se ponían de acuerdo en quién era Bahamontes o quién Ocaña, aunque fuera cual fuera la elección casi daba igual pues el hermano mayor, mas ducho en esas lides, solía alzarse casi siempre con la victoria para disgusto de los otros dos, lo que provocaba nuevas discusiones y alguna pequeña pelea de la que, aunque nunca llegó la sangre al río, especialmente por el afecto que se profesaban, no por ello evitaba que aparecieran por la casa con algún chichón de más o algunos pelos de menos.

En uno de aquellos juegos andaban ocupados al final de la tarde de la víspera de la fiesta, ganándose unos a otros constantemente las brillantes canicas de irisados colores, cuando un choque entre dos bolas, más fuerte de lo habitual, tuvo la mala fortuna de hacer que un poco de tierra saltara con el impacto y se le metiera al hermano mediano en un ojo. El escozor que le produjo dio al traste con el juego, pues tuvieron que entrar en la casa para que un poco de agua aliviara el problema. Cuál no fue su sorpresa al dirigirse a la pila de la cocina, pues, al revés de lo acostumbrado, no solo no estaba en ella la madre, sino que había dejado la puerta abierta al tener que salir unos instantes por un llamado urgente de una vecina a la que hubo de calmar del ataque de pánico que la había producido ver a su bebé de pocos meses con la cabeza encajada entre los barrotes de madera de la cuna. La buena mujer se había asustado más de la cuenta al ver llorando a su hijo y su mente se había bloqueado y era incapaz de pensar o reaccionar por sí misma, pero había tenido la lucidez suficiente para implorar la ayuda necesaria de quien más cerca tenía.

La visión que contemplaron los hermanos en la cocina los dejó boquiabiertos, pues sobre la gran mesa estaban dispuestas varias tablas alargadas y en cada una de ellas se encontraban, perfectamente colocados, los dulces recién hechos, reposando del reciente calor del horno y en espera del siguiente día cuando serían colocados en fuentes y llevados al comedor. Los hermanos no se podían creer su suerte. Nunca habían podido probar los dulces antes de la fiesta, pues su madre dejaba siempre cerrada con llave la cocina y atrancada la ventana para que ni gato, ni perro, ni ave pudieran entrar y estropear los manjares. Empujándose unos a otros corrieron hacia la tabla donde reposaban las roscas borrachas, que, no solo eran las más típicas del pueblo en estas fiestas, sino también sus preferidas y empezaron a comérselas con toda la velocidad que les permitía el poco tiempo que llevaban fuera del horno. Casi habían acabado con la mitad de la tabla cuando les sobresaltó un grito desde la entrada de la casa. La madre acababa de volver y nada más entrar escuchó la algarabía y comprendió su error al salir sin cerrar con llave, pensando que estaría de regreso antes de que los hijos se cansaran de sus juegos. Según corría hacia la cocina agarró del paragüero el viejo bastón que había usado su anciana madre en sus últimos años y blandiéndolo en alto se lanzó en pos de los tres rapaces, propinándoles cuantos bastonazos la fue posible hasta que se les pasó la sorpresa por el ataque y consiguieron reaccionar y salir huyendo de la cocina, con la madre persiguiéndoles hasta que lograron abrir la puerta de la casa y salir al refugio de la calle.

Aun con los nervios a flor de piel y un tanto alterada, pues no era frecuente que tuviera que enmendar la plana de tal manera a sus hijos, volvió la buena mujer a su cocina y comprobó la magnitud de los daños. La mayoría de las tablas estaban intactas, aunque de la tabla de rosquillas habían caído al suelo algunas de un extremo, seguramente como consecuencia de la refriega, pero la de las roscas borrachas era un desastre total. Faltaba más de la mitad de la tabla y el resto apenas presentaba unas cuantas enteras. Se sentó desolada en un viejo taburete y reclinó la cabeza en la pared intentando recobrar la calma necesaria.

Los tres hermanos siguieron corriendo hasta llegar al final de la calle, giraron por un pasaje lateral y siguieron hasta llegar a una bocacalle que daba a la plaza, casi enfrente de la iglesia. Se detuvieron unos instantes, recuperando la respiración hasta que se les serenaron los pulsos. De repente se encontraron sin saber qué hacer. La huida había sido algo inesperado, no habían tenido tiempo de pensar en nada, pero ahora se encontraban en un dilema. No era cuestión de volver a casa de inmediato, pero tampoco era plan pasar la noche al raso o en algún pajar, pues dada la hora faltaba poco para que en la vivienda se echaran la llave y el cerrojo a la puerta de entrada, con lo que volver más tarde estaba descartado. Vagabundearon por el pueblo sin rumbo fijo. Cuando entraron en la cantina para calentarse del frío de la noche, los parroquianos les miraron extrañados por la poca costumbre de contemplar tal acontecimiento, pero nadie les hizo pregunta alguna suponiendo que quizá era consecuencia de ser víspera de la fiesta o que incluso llevaran de juerga al hermano pequeño por primera vez con tal ocasión. Dieron vueltas por el pueblo sin atreverse a llamar a la puerta de algún amigo, pero con la esperanza de toparse con cualquiera de ellos a las puertas de cualquier bar o taberna, pero fue inútil.

Sin otra idea mejor se acercaron a su casa por ver si escuchaban algo que les diera pistas sobre lo que les podía pasar al día siguiente o alguna conversación sobre el suceso entre sus padres, pero nada se oía. Al rodear la casa y el corral intentaron entrar a éste por el ventanuco que se abría junto al tejado pero les fue imposible alcanzarlo. Pensaron con resignación que si hubiera sido verano el carro estaría fuera y habrían podido subirse a él para alcanzar la abertura. Desolados, iban a decidirse por buscar algún pajar abierto, cuando el mayor les detuvo con un gesto. Les señaló con la mano el otro extremo de la casa donde, junto a la puerta trasera, se veía una luz que nunca había estado allí. Cuando se acercaron vieron un quinqué de aceite prendido sobre un taburete que sujetaba la puerta entreabierta. Aun más extrañados que antes decidieron entrar, no sin antes coger el quinqué, apagarlo y cerrar tras ellos la puerta trasera.

Con todo el sigilo que les fue posible se dirigieron cada uno a su cuarto intentando no despertar a nadie y sin comprender del todo lo que pasaba. Había sido una gran sorpresa encontrarse la puerta no solo abierta sino incluso señalada con la luz, pero aún fue mayor la que tuvieron al entrar cada uno en su habitación. En cada mesilla había una bandeja con un bocadillo y un platillo tapado con una servilleta. Y cuando la levantaron se encontraron con lo que nunca hubieran imaginado en sus actuales circunstancias: debajo de la servilleta había un cuenco de leche fresca y una deliciosa…. ¡rosca borracha!



08 junio 2018


Salir a flote…

María Yáñez


¿Qué sabe el pez del agua donde nada toda su vida? Albert Einstein

Parte I
¡Te van a salir escamas!

Para muchos, la piscina, también llamada alberca, es un lugar lejano, de vacaciones, de terror por miedo al agua o hasta por miedo a las bacterias que se puedan generar. En eso, prefiero no abundar, porque muy pocas veces eso mata.
De niña fui sola a inscribirme a clases de natación, era un verano, recuerdo perfecto. Un día nos llevaron a nadar al deportivo Venustiano Carranza, en mi natal Morelia, Michoacán, a solo 3 horas de la capital mexicana. En ese deportivo había una alberca olímpica, yo aún no sabía nadar, siempre fui temeraria, como muchos novatos, agarrada de la orilla, no pisaba ni veía el fondo.
Afuera de la alberca, el instructor cuidaba a decenas de entusiastas primerizos, le avisé que me soltaría, que me cuidara, así que me lancé muy confiada. A media alberca, saqué la cara con cierta desesperación, el maestro ni sus luces. La opción para regresar a la orilla, era yo misma, tragando agua y chapoteando. Lo logré, y así empezó mi historia con el agua.
Mi pasión por muchos años fue nadar. Tuve la fortuna de estar en el equipo de nado sincronizado de Michoacán, cada día le dedicaba horas, horas absurdas para muchos; mientras que para mí, esa etapa, fue prácticamente mi vida.
Cuando salía de clases, justo en la prepa1, lo primero que hacía, era irme a entrenar. Mis amigos se quedaban afuera de la escuela, el típico espacio para convivir, como si no hubiera sido suficiente, y yo solo pensaba en nadar. Aún tengo tatuadas las palabras de mi amiga Sol: ¡Qué vida tan aburrida tienes!—. Sin embargo, era mi pasión, uno de los momentos más plenos, llenos de libertad consciente. Al nadar fluía, disfrutaba ver y respirar abajo del agua.
Don Felipe, mi abuelo materno, era mi inspiración y empuje. Y cada noche, al regresar del entrenamiento me decía: ¿Para que nadas tanto? ¡Te van a salir escamas, eso no te va a servir de nada!—. Aquello me dolía, sobre todo, viniendo de mí admirable e intachable abuelo. Pese a ello, no dejé de nadar, era tan terca y orgullosa, como el mismo don Felipe.
Llegó el momento de entrar a la universidad. Yo había querido estudiar Biología Marina, carrera que no había en Morelia, la opción: esperar un año para viajar a Baja California o estudiar Ciencias de la Comunicación. Lo segundo, también me hacía ilusión, ser corresponsal de guerra era mi sueño, pero poco factible, solo había en universidades privadas, la beca era la opción. Mientras esperaba los resultados, me ofrecieron una tercera salida a mi estado de vida -para mí la menos apetecible, estudiar leyes-, carrera que en ese entonces, tenía fama de ser muy fácil, solo que te atropellaran en la avenida Madero, calle principal de Morelia, evitaría no pasar; mucha gente entraba por mientras, parecía mi opción. pero el día del examen de admisión, preferí otro tipo de prueba, el de nado sincronizado y ahí estuve sin ningún remordimiento. 
Llegó la beca para estudiar Ciencias de la Comunicación en la Universidad Vasco de Quiroga, y mi pasión de nadar cambió por el periodismo. Parecía que la profecía de mi papá Felipe se cumplía, que nadar tanto había sido pérdida de tiempo, pues tuve que dejar el equipo de nado sincronizado para enfocarme a la carrera, era hora de ser adulta, aunque una temporada complementé mis gastos dando clases de natación a niños con capacidades especiales, desde autismo hasta un tema muscular; una etapa que me enseñó y me sensibilizó tanto, que no cambiaría por nada.
Pasó el tiempo, los años, mi vida se volvió el periodismo. Ya en la ciudad de México, en donde conocí a Tomás, otro periodista, con quien poco tenía en común, nos atrevimos a ser novios. Él era un tipo contenido, lo admito, pocas veces peleábamos, o más bien, pocas veces él me peleaba, por no decir que poco me pelaba.
Un verano de 2014, vinieron sus padres de Canadá para conocerme y nos fuimos los cuatro a Playa del Carmen. Estábamos en la alberca solo Tomás y yo, a unos metros en los camastros, sus padres. Su madre pidió tomarnos una foto, así que me acerque a Tomás, quien por cierto, estaba adentro de la alberca pero sin mojarse la cabeza, yo jugando y por joder un poco, se me hizo fácil salpicarlo con los dedos de las manos apenas rozando el agua, truco de nadadora mientras me acercaba.
Cuando llegué a su lado, le pregunté:
¿Y tu mamá, ya tomó la foto?
¿Cómo quieres que la tomé si estás con tus estupideces? me respondió, y me quedé a cuadros.
Nunca antes nos habíamos hablado así. Mi reacción fue mojarlo más, mucho más. Eso le enfureció y  su respuesta no se hizo esperar: me hundió. Realmente no sé cuánto tiempo pasó. Gracias a mi historia con el agua, nunca sentí ansiedad por la respiración. Incluso abrí los ojos, al voltear arriba y ver la cara enfurecida de Tomás, con tanto odio evidente, realmente me entristeció. Eso fue lo fulminante, no las decenas de segundos sin respirar.
Vi el rostro de Tomás, el odio con que me sumergía, esas ganas de eliminarme de su vida. El agua me enseñó a fluir, a limpiar lo malo de mi vida, y esta vez no sería la excepción. Hoy, querido abuelo, en dónde quiera que te encuentres, te cuento: en esta ocasión al menos, nadar tanto sí me sirvió.


Parte II
Se cierra la pinza

Un día de febrero de 2018, tras casi cuatro años de lo sucedido, el círculo se ha cerrado, como diría el escritor noruego, Knut Hamsun, uno de mis autores favoritos.
El tiempo había pasado, Tomás y yo podíamos vernos como colegas, no como los mejores colegas pero que de vez en cuando podíamos recurrir uno al otro para algún tema laboral.

En medio de este show de colegas disfrazados, le pedí vía whatsapp, su experiencia como extranjero en México, requería testimonios de canadienses para un análisis que debía escribir para el suplento “Norteamérica”, en mi nueva etapa de periodista independiente. Así, un par de días, estuvimos en comunicación por ese medio y solo con ese objetivo.
Al día siguiente, sin más, me escribió y me dijo:
Hola, Oye, te quería comentar antes de que te enteres por otros: ¡ya tengo pareja y es hombre… !
¡Sí! Leen lo mismo que yo, me contaba que al final de todo, ¡era gay, siempre lo fue!
Obvio, quedé en shock, tardé casi una hora para responder, me paré, me senté, le escribí a mi mejor amiga para contarle. Lo procesé como pude durante una hora, 60 minutos que quizá fueron eternos para Tomás, como aquel día en playa del Carmen cuando él me hundió en la alberca, como si así escondiera su realidad, sus miedos, su verdadera identidad.
Lo que siguió en la conversación está de más. Las piezas se acomodaron.
Esta historia termina aquí. Me afectó, no lo niego, sobre todo en la autoestima, mi molestia es conmigo, rabia que no lo libra de su mentira, hubo señales de esta confesión, pero no hice caso. En aquel entonces, yo tampoco me hice caso. No entiendo porque me anclé tanto tiempo a esa relación, aún cuando no me enamoré. Hoy, es una gran lección, un capítulo de mi vida al que sobreviví.
Él no salió de la alberca, salió del clóset2. Y yo: no me tiré al suelo, salí a flote. El barco sigue.

1 Escuela Preparatoria. En México, enseñanza secundaria, previa a la universidad.
2 Armario en el español de América.



María Yáñez es periodista mexicana.
@mariagyp







01 junio 2018


Abrigos de otros tiempos


Carmen Picazo Hernández


Juana era friolera y un poquito hipocondriaca. Su mayor preocupación era lo relativo al abrigo y a la alimentación de todo niño o adolescente, y no sólo de aquellos que estuvieran normalmente a su cuidado, su hija primero y posteriormente sus nietos, sino también de los que vinieran de visita o le fuesen confiados por sus padres, para unas vacaciones, por ejemplo. Para ella era un gozo tremendo poder decir a una amiga que le hubiese dejado a su niño por tener que ir al médico que Pepito se había comido toda la paella… ¡Pepito, que era un niño inapetente!
Juana tenía, además, un altísimo sentido de la economía. Cuando María era niña le compraba los zapatos de diario en una tienda del Centro, bien conocida y vituperada por todos los de esa generación. Era un calzado durísimo, aparte de feo. También le compraba los guantes de lana en otra tienda del Centro, que se anunciaba mucho por la radio con la voz de un loro que cantaba las excelencias de su mercancía. Esos guantes avergonzaban terriblemente a María porque olían a borra que mareaban. Así que cuando iba a entrar en algún sitio o a encontrarse con sus amigas, se quitaba antes los guantes aunque estuviera helando.
Sin embargo, a la hora de gastar dinero en prendas que Juana consideraba fundamentales, no se paraba en barras: así fue como compraron a María un abrigo de mouton, de color marrón. Ese fue el tercer abrigo de piel que tuvo María: por las fotos que guardaba, el primero tenía toda la apariencia de ser de piel de conejo blanco. Por la época en que con cinco años empezó a ir al colegio tuvo un borrego (así se llamaban) del color natural de la lana de oveja, que un día confundió con el de Dorita, una compañera, al descolgarlo del gancho en que dejaban todos los abrigos. Y como las respectivas madres se dieron cuenta y hubo que cambiarlos, Dorita y María se hicieron amigas. Después llegó, ya más crecida María, la etapa del abrigo de mouton marrón. Dada la afición de Juana por la economía, el abrigo era crecedero y sólo dejaba ver un pequeñísimo trozo de pierna y los zapatos.
Los padres de María tenían un matrimonio muy amigo con un niño unos años menor. El sentido de la economía de Juana seguramente caló en la conciencia de su amiga, quien a la hora de comprar un nuevo abriguito para su hijo, color azul marino y con botones dorados, también lo compró crecedero.

Llegó el primer domingo del invierno y los dos amigos iban a llevar a los niños, con sus abrigos nuevos,  a dar una vuelta por la Gran Vía, hasta la Plaza de España. Salieron muy endomingados, pasearon, y cuando volvieron a casa el padre de María le dijo enfadadísimo a Juana:
 Toma, aquí tienes a tu hija, no la vuelvo a llevar de paseo con este abrigo hasta que no le siente bien. Al parecer, su amigo y él fueron la risión de todos con los que se cruzaban porque parecía que llevaban dos abrigos andando.
Una vez mediado septiembre y fuese cual fuese la temperatura, Juana sacaba una camiseta de lana, pero de lana de verdad, de esas que pican y que se dice que sólo abrigan cuando hace mucho frío, y se la encasquetaba a María.
¡Ja!— decía María a su inseparable amiga Marisol, la que urdía las maldades que luego secundaba gustosamente María— Ya me gustaría a mí decirle cuatro cosas a quien inventó ese rollo de que la lana no abriga más que cuando es necesario. El domingo estuve con mi padre en la Casa de Campo, recorrimos andando unos cuantos kilómetros, y yo no hacía más que rascarme. No veas qué picores, con el calor que hacía y esa lana pegada al cuerpo. Qué suerte tienes de que a tu madre no le dé por lo mismo.
A ver si te crees que mi madre no tiene sus manías. La suya es que bajemos una vez al mes como mucho al trastero a limpiar todas las cosas inservibles que hay allí, moviéndolas de sitio, fregando el suelo e incluso repasando las paredes con un trapo enrollado a la escoba. ¿Tú crees que los pobres ratones que seguro que viven allí pueden estar tranquilos con ese acoso? Ah, y tenemos que bajar las tres, con mi hermana también, porque una vez bajó sola y resultó que había un ladrón que salió corriendo nada más verla, pero que le dio un susto de muerte.
Las dos se miraron sintiendo mutua compasión por tanto padecimiento. Siguieron Gran Vía arriba y se metieron, para acortar, por la calle que tenían prohibida. Una calle que se suponía llena de antros de perversión, aunque las chicas jamás habían visto nada fuera de lo común, por lo que sin remordimiento alguno y de mutuo acuerdo la utilizaban. A sus doce años, que parecían dos o tres más, sabían que antes de subir a sus casas respectivas tendrían que entrar en un portal para cambiarse las medias de hilo que llevaban con el uniforme del colegio por los calcetines con los que habían salido de casa. Todavía no tenían edad oficial para que sus padres les permitiesen ponerse medias, ni siquiera esas tan opacas de hilo.
Cuando, aún sin cambiar las medias por los calcetines, iban a llegar al portal donde realizarían el cambio, se encontraron de frente con los padres de María. Su madre pareció la más sorprendida. El padre, con mucha mano izquierda, evitó hablar del tema y descartó totalmente una regañina. Marisol siguió hacia su casa y ellos tres subieron juntos a la suya.
Al día siguiente, a la vuelta del colegio, Juana sorprendió a su hija dándole un sobre trasparente que contenía ¡un par de medias! Pero no como las que llevaba al colegio, sino unas finísimas de nylon, de esas con las que María soñaba sin poder tenerlas. Rápidamente pensó que las estrenaría para asistir al partido de balonmano que los chicos de su pandilla del Canoe jugarían en el Colegio de Areneros, en Alberto Aguilera.
Y como lo pensó lo hizo. Disfrutó lo suyo luciendo sus preciosas y transparentes medias nuevas. Lucirlas fue más gratificante que el vapuleo al que sometieron sus amigos a los alumnos del Areneros. Se marchó muy contenta a casa, fue a su habitación para cambiarse y quitarse cuidadosamente las medias nuevas. Por mucho cuidado que quiso poner, se engancharon en un pequeño clavo que sobresalía de su mesilla de noche. Quedaron totalmente inservibles. Fue el triste final de una coquetería incipiente consentida por sus padres, de los que ya no había tenido que esconderse.