11 julio 2024

Finalista del VIII Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid 2024

Al alba todos los colores

Patrocinio Gil Sánchez

 


 

Quiero contarles esto no con palabras

que con palabras no se entiende a nadie

sino a mi modo oscuro, que es el claro.

Mirta Aguirre


Y sin embargo, nadie supo de qué se trataba. Todos mentían”. Porque con 12 años no era consciente de muchas cosas de la dictadura pero sí de que Teresa, una niña pecosa de ojos verdes que apretaba a su pecho una muñeca de trapo con ojos de alfileres y con la que me bañaba desnudo entre las mansas aguas del Zapardiel dormido cuando salíamos de la escuela, estrenaba, aquel cuatro de otoño, unos pechos divinos, como las primeras naranjas que llegaron a la tienda de la señora Sole, y unos labios de arrope que quitaban el hipo, y tenía que inventarme, cómo gozar de aquello tan hermoso, sin que se diera cuenta. También de que a mi padre, jornalero sin tierras en haciendas ajenas, se le había metido en la cabeza sacarnos del pueblo y llevarnos al norte donde dice Floriano, un vecino del pueblo con bigote de hormigas y una sonrisa tonta, atan los perros con longanizas, se ganan 30 pesetas a la hora y sólo se trabajan 8 o 10 horas cada día librando los domingos, no como aquí, que se trabaja de sol a sol los siete días de la semana y se ganan 25 pesetas al día. En el pueblo la única alternativa es servir a los ricos por cuatro perras, le había dicho a mi madre sin caer en la cuenta de que, en el pueblo, salvo el aceite y el pescado que ella no compraba nunca, prácticamente lo teníamos todo, porque ella se preocupaba de sacar unas gallinas y unos conejos y de cebar un par de cerdos para la matanza y, podría decirse, que con las 25 pesetas nos daba para vivir, justos, pero para vivir. No así en el norte, donde, si bien mi padre ganaría 300 pesetas al día trabajando en la construcción, habrá que pagarlo todo, desde la renta del piso hasta el último huevo y, claro, a mi madre, no le salían las cuentas. Pero a él, cegado por los sueños y las promesas de Floriano, parece ser que sí. Y por eso retolicaba, que no quedaba otra que emigrar y dejar de someterse a los caciques. Que les den por donde amargan los pepinos, decía convencido de que en el norte todo sería distinto porque allí qué cosas estaba la buena suerte de los pobres. Pero mi madre, que nunca daba una puntada sin hilo y, viendo lo que se nos venía encima con esta obsesión de nuestro padre, le espetaba, mirándole a los ojos con los suyos de almendra:

Pobre del pobre por bien que le vaya.

Pero él ya lo había decidido y no escuchaba a nadie. Y el impulso fue lo suficientemente grande como para llevarnos hasta allí. Y me quedé pensando, que el mundo se acababa todos los días y cuando volvía a amanecer hay que vivir en otro nuevo. Reinventárselo.

Recuerdo que abrí los ojos. Me había quedado traspuesto. Estaba cansado y aburrido, decepcionado porque Teresa escurrió el bulto y, aunque le supliqué, que esa sería la última tarde que nos bañaríamos juntos, escondió los pechos duros como cerezas entre los brazos y los labios partidos en una boca hermética y no pude ni tocar los primeros ni besar los segundos. Aunque sí me regaló, con esa sonrisa de oreja a oreja que tiene, 5 pepitas de calabaza para que las guardara en el bolsillo como recuerdo de ella y que, si algún día regresaba, las sembraríamos juntos en la ladera que mira los campos de lavanda. Y entonces me dejaría que la besara los labios y los pechos todo lo que quisiera.

He llegado a contar los días que faltan para dejar el pueblo en el que sólo quedan ya 12 vecinos porque los demás se han ido a la capital, al norte o a Cataluña: 7 días. Las horas de esos días: 168. Los minutos de esas horas: 10.080, dispuestos en fila fermentando la desilusión de un niño de 12 años y la de una madre de 37 que se quedó sumida en la ternura de imaginar que nunca sería cierto, que todo habría sido un mal sueño, una pesadilla. No así la de mis hermanos que, encontraban esa rendija de la felicidad por la que descubrir paisajes nuevos, niños nuevos, a la temprana edad de 7 y 5 años.

Pero nadie se fija en la desilusión de un niño que sólo se reconocía en la infancia llena de golondrinas, la energía que desprenden los charcos de las calles sin nombre y sin jardines, en el sol de la parva, en los surcos abiertos para la sementera, en los columpios, en las aves que regresaban a sus nidos cuando el atardecer, en esos arco iris de una lluvia bendita floreciendo los campos, tantos amaneceres empapados de luz y trinos de los pájaros, en los anocheceres de cantos asombrosos de los grillos entre los arritales y croares de las ranas en la laguna chica, y estrellas titilantes, y en los ojos de lumbre de Teresa. Tanto, que tuve que tomar la decisión de guardar en mi corazón todos aquellos momentos inolvidables para que no se perdieran en el norte, donde dice doña Amalia, la maestra, suele llover casi todos los días, hay mucha humedad y el sol brilla por su ausencia. Tomar la decisión y echar mano de ellos cuando estuviera triste.

Recuerdo que era lunes y 16 de octubre, que en el alba eran todos los colores, que el pueblo se alejaba con sus casas de adobe y los primeros humos de las lumbres de las 5 chimeneas encendidas, que las puertas cerradas del viejo cementerio jugaban a irse abriendo como se abrían las tumbas para florecer manos que agarraban las nuestras en un intento vano por dejarnos allí. También Teresa, con ojos de legañas y un pañuelo de florecillas rojas que agitaba en el aire, estaba entre los hipos de una aurora que saltaba las lágrimas de mi madre, la pobre, a la que me aferraba para unirme a su pena y a ese vestido negro que era como mortaja en la pena más grande y en la despoblación.

Anduvimos a pie los primeros cien metros por esas viejas calles con olor a geranios hasta la curva chica que dicen de los chopos. Mi padre por delante con las manos asidas a mi hermanilla Puri que reía complaciente porque la dulce brisa pintaba sus mejillas de princesa de cuento, y los grajos graznaban al unísono donde los altos álamos doblegaban sus copas como en cruel despedida de cuatro que se iban de un pueblo que se quedaba huérfano y en la pura agonía.

Luego, cuando el pueblo era sólo un punto en la desesperanza con olores a pan recién horneado y lonchas de tocino para freír los torreznos, los labios de Teresa, un rincón escondido susurrando te quieros en los atardeceres, se asomaban detrás de la llanura en el largo camino, el dolor de mi madre y un hipo con el que vomité las sopas de ajo, se torcieron en una especie de elección que equivocó la vida y se iba desarrollando al ritmo disconforme de un sendero de polvo que nos llevaba lejos. Una especie de elección que no era democrática, sino el vano capricho de un padre que se dejó llevar por las palabras de que aquí, en el pueblo, ya no había futuro, olvidando se le nublaron los recuerdos todas aquellas cosas que un día fueron gozo y quedaban atrás como los trastos viejos o la ropa gastada.

Cuando la verde corola de los pinares se perdió para siempre más allá del horizonte, me dio por pensar en esa tierra a la que nuestro padre, en una loca carrera por mejorar de vida, nos llevaba, y mis hermanos aplaudían por ese no sé qué de lo desconocido, ignorando en sus cabecitas lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Aunque tampoco había mucho que pensar, me repetía. Total, vas a llegar como la muerte, piensa en ello. ¿Por qué no se puede conectar la radio y escuchar al locutor decir que el norte ya no existe y nos volvamos al pueblo para evitar la despoblación rural? ¿Por qué mi padre, que siempre ha sido jornalero, un hombre cabal y justo, y vivía feliz trabajando los campos de otros, cambió de repente y va en busca de un oficio del que no sabe si será capaz de desarrollar y al que llaman construcción y se ganan 300 pesetas al día? ¿Por qué…? ¿Es que no sabe que desde esos trabajos ya no disfrutará más de los claros y limpios amaneceres llenos de luz y paisajes azules ni de tantos atardeceres cuando el canto del milano se acune entre los sones de una música suave con el sol ya colándose por la hucha del horizonte, las aves regresando lentamente a sus nidos y las mozas con sus mejores galas departan en la fuente mientras se llenan los cántaros y esperan a los mozos de la ronda? ¿No sabe que yo echaré de menos las pecas de Teresa, sus pechos florecidos y sus labios de arrope, los baños en el río y las noches de julio tumbados en los prados contando las estrellas? ¿Que mi madre, si la sacas de su casa, de esa rebanada de pan con manteca, del cocido de garbanzos e ir a lavar la ropa, cuidar de sus gallinas y conejos, se morirá en dos días?

Mi padre, con 40 años a la espalda, las cuatro reglas mal aprendidas y esa pequeña locura que se le ha incrustado en la cabeza que llevaba agachada, mirando al suelo, como si contara los minutos que faltaban para llegar a la estación y subir a ese tren, sin atreverse a mirar a mi madre, que seguía llorando en puro desconsuelo, ni a mí, que seguía enredado en ese hipo que me rompía la desesperanza.

Luego, en un luego muy largo que entraba hasta los huesos, imaginé que, cuando volviéramos algún verano a pasar unos días, sólo el viento, ululando por entre las callejas, nos daría la bienvenida, porque los pocos que ahora quedaban, se habrán ido muriendo, como se morirá el pequeño pueblo…