El
río
Jesús
Ramos Alonso
Por las noches, en la casa donde vivíamos
en el remanso del río, mi padre solía leerme un libro con las pastas
descoloridas de tanto manosearlo. Ese libro es todo lo que me dejó.
No tenía tierras, ni dinero, ni otra cosa que dejarme.
La tarde antes de abandonar la casa para
siempre, saqué la vieja maleta del cobertizo donde se amontonaban
los trastos de la barcaza: cables, cabos, repuestos oxidados… En
ella metí cuatro trapos, y un poco de pan y tocino envueltos en
papel de estraza… y ese viejo libro. Eso fue al día siguiente de
encontrar a mi padre muerto, al levantarme, ya amanecido, tras ese
silencio frío de no oír el ir y venir de todos los días. Fue al ir
a despertarle y verle quieto con el semblante como la cera.
Al día siguiente por la mañana le dimos
tierra y esa misma tarde vinieron don Faustino y el cura del pueblo.
Al segundo sólo le recordaba de la primera comunión: la barcaza no
dejaba tiempo para rosarios ni novenas. En cambio a don Faustino le
conocía bien; venía a ver a mi padre una vez a la semana, se
sentaban en unas grandes piedras que hay en el embarcadero, junto al
fresno, y hablaban de sus cosas mientras bebían vino. Mi padre le
entregaba un sobre y él, tras contar los billetes y las monedas,
hacía dos partes de las que se guardaba la mayor en el bolsillo de
su zamarra.
Nuestra vida era el río, y la barcaza
que lo atravesaba una y otra vez, guiada por el cable y movida por el
viejo motor. Los campesinos, entre orilla y orilla, nos contaban las
anécdotas acaecidas en el pueblo cercano, cualquier cosa que se
saliera de lo corriente; también, cuando ocurrían, traían noticia
de los nacimientos o las muertes. De las otras cosas nos enterábamos
por Radio Nacional, a las dos y media, mientras comíamos. Los
domingos venían los hijos de los guardeses de la masía de don
Faustino y le dábamos unas patadas a un balón un poco desinflado o
íbamos a pescar. En el buen tiempo pasaban por allí algunos
turistas buscando la España profunda: ¡qué cosas!, las gentes del
campo en desbandada y esas familias ruidosas y multicolores hablando
maravillas de la vida en la naturaleza.
En vida de mi madre era ella la que me
leía. Al cumplir yo seis años dijo:
“Vas a aprender a
escribir”. A partir de entonces, por las tardes, me enseñaba a
formar palabras y frases, y también las cuatro reglas: el colegio
estaba lejos y yo tenía que ayudar con la barcaza. Era una mujer
sencilla que, intuyendo su pronto final, supo crear en mí la rutina
de la lectura. Esa rutina fue la escuela que no tuve, donde me hice
amigo de los cuentos, esas historias que a fuerza de oírlas una y
otra vez, ya desnudas de personajes y aconteceres, dejaban un poso
que perfilaba mi carácter, creando la paleta y el estilo con los
que pintaría el cuadro de mi propia vida, eligiendo en cada
encrucijada el mejor ángulo, los tonos más adecuados…el camino a
seguir.
Mi padre, al quedarnos solos, se afanó
en continuar esa labor y me leía en alto páginas del libro. Lo
hacía muy despacio, después de la cena, con aquellas viejas gafas
de concha que se ponía ceremonioso; leía hasta que al poco rato se
le cerraban los ojos de cansancio y nos acostábamos; él, en la cama
que compartió con mi madre, en un pequeño cuarto separado por una
cortinilla de la cocina; yo en un catre cercano al hogar. Leía a
trancas y barrancas, pero con tanta verdad y ternura que los cuentos
volaban hasta mi imaginación donde yo les añadía los colores y los
matices que la rudeza de un hombre de campo no podía dar.
Don Faustino, algo compungido, me contó
una historia de la que solo saqué en claro que vendría otro hombre
a vivir allí y yo me tendría que marchar. El cura dijo que iría a
una casa muy grande con muchos niños, que aprendería geografía,
gramática, ¡y qué sé yo!
Así que, cuando salí con mi maleta
acompañado del religioso, empezó para mí una nueva vida por la que
transité aferrado a lo aprendido, igual que la barcaza cruzaba de
orilla a orilla, siempre sujeta al cable.
………
He tenido suerte. Hoy soy profesor de
literatura en la Universidad de Los Ángeles, estoy casado con una
americana rubia y guapa, tengo una buena vida y un hijo de dos años
que se llama como su abuelo.
Las últimas vacaciones hemos estado en
España. Hemos ido hasta la casa de don Faustino, un anciano sentado
en una mecedora. Le cuida una hija a la que pregunté por los
guardeses. Ya habían muerto y también el mayor de los hermanos,
que se salió de la carretera con uno de aquellos gordinis.
El segundo, al que mejor recordaba por ser de mi edad, era
representante de abonos por la comarca, y del pequeño apenas me
contó que andaba dando tumbos por Barcelona, metido en asuntos de
drogas.
Luego fuimos hasta el embarcadero, que
está abandonado: un poco más abajo del remanso han hecho un puente
con los primeros dineros de Bruselas. Solo quedan las ruinas de la
casa y, entre la maleza, las cuadernas podridas de la barcaza y el
fresno y las piedras en que mi padre se sentaba con don Faustino,
esas piedras que antaño habrían sido arrancadas de las montañas
del oeste. Quizá la corriente, con su eterno discurrir, las hará
avanzar hasta el mar, o la naturaleza, si ése es su capricho, las
retornará allí de donde vinieron hace millones de años.
Pensando en esto, he sacado el viejo
libro y un cuaderno y la pluma y he dejado hablar al río y, mirando
de vez en cuando a mi hijo que duerme, he empezado a escribir este
relato.
Un relato con mucho sentimiento y muy bien escrito
ResponderEliminarMe encantó tu narrativa realmente te transporta al lugar, espero me mandes más saludos
EliminarEsta lectura ha producido una conexión en mi ser, con algo muy profundo, con mi Vida, con mi esencia de existir Es una vibración que se ha fijado en mi pecho y en mi corazón. Me ha invadido de ternura y me ha transportado a mi infancia, -que parece otra existencia-
ResponderEliminarHe conectado con el Tiempo intemporal, ha sido como un momento de lo eterno.
Muchas gracias por haberme hecho experimentar está sensación tan profunda y agradable que me resulta difícil expresar.
Bello retrato social,entralable y sensible, donde el autor, con su habitual calidad literaria nos regala y transporta a unas entrañables vivencias
ResponderEliminarmuy reconocibles por los que ya tenemos "una edad".
Sigue regalándonos con tus bellos relatos.