09 junio 2017

Mientras sale el tren


Jesús Ramos Alonso



Cuando se jubiló como maquinista del metro todos le decían. “qué suerte tienes Hilario, levantarte cuando quieras y hacer lo que te dé la gana”. Pero Hilario se despertaba a la hora de siempre, y a las ocho en punto ya estaba desayunando delante de la tele como un pasmarote. Nunca había leído un libro ni le veía la gracia a pegar saltitos en pantalón corto con un grupo de vejestorios, así que recorría errabundo la ciudad que le acogió cuando era un chaval y cuyas entrañas conocía tan bien. Pronto se dio cuenta de que andaba por un camino empedrado de días iguales y vacíos, que no llevaba a ninguna parte.
Cuando le flaquearon las fuerzas buscó una residencia barata en la periferia.
Una tarde en el grupo de terapia ocupacional proyectaron “La Gran Vía”, esa zarzuela en la que las calles y las plazas son personajes de carne y hueso; se quedó embobado viendo al Caballero de Gracia flirtear con la calle de Sevilla o al barrio de Pacífico buscando pelea y le causó tal impacto que empezó a imaginar vagones circulando por sus venas como si fueran las líneas del metropolitano.



Cuando acabó la función, bromeando, dijo que estaría gracioso hacer algo parecido; cada uno podía ser una calle o una plaza que reflejara su carácter. La ocurrencia dio en la diana y empezaron a repartirse los papeles. A una señora que se daba muchos aires le cayó el mote de “Princesa” y a otro que había sido mayordomo y andaba muy tieso le pusieron “Serrano”. Cada uno fue encajando en el libreto según y cómo le veía el resto. Un vejete muy irónico al que habían apodado “Quevedo”, y no precisamente por llevar gafas, dijo dirigiéndose a él,
Pues a ti te vamos a llamar “Vodafone”
Hilario sintió como si le hubieran pinchado el culo con un alfiler pero se limitó a torcer el gesto y a hacer mutis, con la esperanza de que el infausto nombrecito cayera en el olvido; Quevedo, que no le era muy simpático, tenía su séquito de incondicionales, así que pensó que resistirse habría sido peor; además todo el mundo le había oído despotricar de las franquicias extranjeras y del patrocinio de la compañía de móviles:
¡Asesinato de la puerta del sol!—había dicho entonces.
Pero el otro no perdía ocasión de endilgarle el mote: Vodafone por aquí, Vodafone por allá, en poco tiempo todo el mundo le llamaba así. Hasta que pasó lo que tenía que pasar: en un calentón, Hilario empujó el cochecito de ruedas de Quevedo por una rampa que había en el jardín, este se estampó contra un muro y le tuvieron que dar cinco puntos, aunque la peor parte se la llevó Hilario que se desmayó.
Cuando recobró el sentido, el médico le preguntó
¿Cómo estás Hilario?
Tengo algo raro en “sol”, doctor.
Señala donde—respondió el galeno, que en lugar de un fonendoscopio habría necesitado un plano de metro para atender a Hilario.
Vodafone se palpaba la línea 1 intentando reconocer la estación afectada bajo las musculosas avenidas pero…¡la estación había desaparecido!
La subida de tensión le produjo un derrame cerebral y lo que comenzó como una broma adquirió carta de naturaleza; perdió la cabeza y somatizó en su propio cuerpo la red de metro y Madrid al completo; cualquier cosa que veía en la tele la sentía en sus propias calles; si subían los índices de contaminación le entraba la tos y si se formaba un atasco por la operación salida empeoraba de la artrosis.
Estaba hospitalizado pues su vida corría peligro, pero aunque andaba ido y delirante, parecía feliz en su nuevo mundo.
En los escasos momentos de lucidez le asaltaban remordimientos de conciencia y, en uno de ellos, le dijo a la enfermera que llamaran a Quevedo. Este fue a verle un día que Hilario parecía regir, pues decía que no cagaba, en lugar de anunciar, como otras veces, una retención en Rivas-Vaciamadrid. Quevedo le llevó un recorte de periódico donde se anunciaba el final del patrocinio de la estación de metro de Sol y los dos viejos terminaron dándose un abrazo.
Cuando se quedó solo, Hilario volvió a leer la noticia mientras se llevaba la mano a la cabeza a la altura del derrame. Se acariciaba la zona como buscando algo, hasta que se detuvo en un punto haciendo una ligera presión con el dedo: una sonrisa iluminó su cara. Al poco rato, le dio otro telele que le dejó sentado en una silla. No volvió a recuperar la cordura, que por otro lado no le habría servido ya para nada y todavía hoy, inmóvil y con la mirada perdida, sigue en el metro de Sol esperando la llegada del tren.

=================


1 comentario:

Los comentarios de este blog están sujetos a moderación. No serán visibles hasta que el administrador los valide. Muchas gracias por su participación.