28 abril 2017

I Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid

Queda este instante, relato de Mar Doménech, ha resultado ganador del I Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid.
¡Enhorabuena a Mar!

Muchas gracias al resto de autores participantes por su notable aportación.

El jurado calificador ha estado compuesto por Teresa Albert, Menchu García Delgado, María Luisa Sánchez Mingo, Marisol Martínez, Gonzalo Silván Lago y César Rodríguez González, a los que se agradece su difícil labor.

En breve será entregado a Mar Doménech el correspondiente galardón, un óleo del acreditado pintor y miembro del jurado Gonzalo Silván Lago, más abajo reproducido. 


Queda este instante

Mar Doménech Morante

Estoy sentada en el coche lista para iniciar el camino que me llevará al trabajo. Son las 07:45. Me miro en el espejo retrovisor para constatar que el maquillaje que acabo de extenderme por la cara, parezca lo más natural posible. Me pinto los labios y pongo la radio. No tengo ninguna preferencia especial entre las emisoras que suelo escoger. Voy cambiando el dial aleatoriamente. Solo espero a encontrar una melodía que me agrade en ese momento. Es mi elección de música de fondo para un momento del día que he calificado como de esencial.
Tengo bien calculado la duración del trayecto: de casa al trabajo, que contrariamente a lo que podría pensarse, no es igual que del trabajo a casa. A la ida voy en dirección contraria al tráfico imposible de la ciudad donde vivo. A la vuelta no tengo tanta suerte, suelo coincidir con la salida de empleados de muchas de las oficinas situadas cercanas al lugar donde trabajo, y es en ese momento donde hay que armarse de una paciencia infinita.
Salgo temprano, porque todavía se lleva fichar en la empresa donde trabajo varias veces al día: por la mañana, marcando el comienzo de la jornada laboral; a mediodía dos veces, cuando vas a comer y cuando terminas de comer; y por la tarde, una vez cumplidas, como mínimo, con las 8 horas obligatorias. La política de la empresa es controlar la presencia de los empleados de la manera más eficiente posible. Hay cámaras por los lugares más insospechados, vamos “uniformados” con distintas tarjetas que debemos colocar en un lugar visible de nuestro cuerpo. Para acceder a la calle, a los baños, a los ascensores…traspasamos puertas de seguridad que se accionan con un lector de presencia. De esta manera es posible saber si un empleado está o no en su puesto de trabajo y lo que tarda en volver.
Quiero llegar cuanto antes para que el reloj de control demuestre con su exactitud, que he cumplido con mis horas laborales y que puedo despegar sin demora, a las 17:30 en punto. La mayor parte de los días me descubro mirando el reloj del ordenador con insistencia a partir de las 17:15. Deseo que pase ese cuarto de hora que me queda, para escapar cuanto antes. No quiero regalar ni un minuto de mi precioso tiempo a este lugar que me parece tan frío y desalentador.
El ascensor me lleva directamente al garaje de casa. Tengo un coche pequeño, eso sí, un cuatro puertas, ya que me resulta mucho más cómodo para el tipo de uso que le doy. Se trata de un utilitario sin grandes comodidades, sin pretensiones, comprado y elegido con la sola condición de que no me deje tirada nunca. Solo imaginarme en medio de la M-30 parada, con el coche echando humo o con cualquier otro tipo de avería, me da escalofríos.
Debería de llegar puntual y ponerme a hacer el trabajo que me está pidiendo a gritos que lo termine sin demora, ese trabajo que va creciendo en montones de papeles que ya no tienen control. Me limito a ir apilando y apilando y por cada papel que deposito, me vienen a la mente la cantidad de preciosos árboles que están muriendo para que mi torre siga creciendo hasta que algún día, ya no pueda más y se desmorone.
Me niego a pisar el acelerador. Voy cómodamente sentada buceando entre mis pensamientos, recorriendo con la mirada a mí alrededor, abriendo la ventanilla para que entre el frescor del aire, aunque a veces se trate de un frío intenso, disfrutando del sosiego que me proporciona el no tener que hablar con nadie, no tener que escuchar a nadie… El interior del coche se ha convertido en un oasis donde encuentro el momento del día que tiene más sentido para mí.
Reconozco que no siempre es así, a veces me invade la presión y el stress y me asalta la tentación de apretar el pedal para llegar cuanto antes. Sin desearlo, me descubro pensando en lo que ya a esas horas me está esperando: mesas con los ordenadores encendidos, compañeros inmóviles como estatuas con la mirada fija en la pantalla, teléfonos sin parar de sonar…Pero, por fortuna, es solo un instante de debilidad, miro el cielo, observo las nubes, la luz diurna, descubro nuevamente que hoy es un día para estrenar y me tomo un precioso instante en el que vuelvo a ser consciente de lo valioso de este tiempo. Vuelvo a mi mantra liberador: vive este momento.
Existen personas que adoran Madrid. Una ciudad llena de museos, cine, gentes diversas, parques…hay una oferta infinita de actividades para estar distraído, un enorme abanico de atractivas ocupaciones. Podrías estar días, semanas, meses enteros sin dejar de hacer cosas. Es muy fácil dejarse seducir por tanta variedad de posibilidades. Pero, y esto es algo indiscutible, nos falta tiempo y nos falta, sobre todo, la energía necesaria para movilizarnos y disfrutar de tanto esparcimiento.
En el asfalto, los atascos se han vuelto predecibles, las distancias se agrandan más y vivas donde vivas, te ves envuelto en el enredo de los coches, de la contaminación, del ruido…Creo, que no hay nada tan desquiciante para un urbanita que el estar metido dentro de un coche formando parte del embotellamiento en masa. Es aquí donde nos transformamos y sacamos lo peor de nosotros mismos. Solo tienes que observar de reojo, disimuladamente, al conductor que está a tu lado. Unos calman su ansiedad, mordiéndose las uñas, otros dan golpes repetitivos al volante desahogando su impotencia. No es extraño ver cómo los rostros se tensan y las bocas se agrandan exageradamente, pudiendo adivinar como las palabrotas y groserías burbujean y estallan frente a la luna del coche. En esos momentos, aparece el duende travieso que hay en mí, y se me pasa por la cabeza sacar el teléfono móvil y grabarles. Estoy segura de que, si tuvieran la oportunidad de verse, les embargaría un sentimiento de vergüenza que les haría sentir, como mínimo ridículos.
Me gusta cuando está lloviendo por las mañanas. Las gotas de lluvia impactan en el cristal del coche y poco a poco se desploman con suavidad hasta que llega un momento que ya no las veo. Dejan a su paso una estela húmeda que se va deslizando lentamente y que me recuerdan la huella metódica que dejan las lágrimas en el rostro. Apago la radio y me concentro en el sonido tranquilizador del agua. Es un ritmo constante, que varía según la intensidad con que se desprende la precipitación. La naturaleza es sorprendente. Es capaz de crear una hermosa melodía con sus propios recursos. No necesita ningún instrumento más, ningún aditivo. Es agua mágica que te transporta, con su movimiento y consonancia, a un estado de calma y meditación.
Esta media hora que permanezco en el coche, me incita a la reflexión. Aparecen en la mente, sin querer, situaciones que estoy viviendo, personajes que están vinculados a mi vida, o escenas pasadas que ya no seré capaz de recuperar jamás. Van y vienen como nubes que se pasean por el cielo infinito. Lo que marca la diferencia, con cualquier otro momento del día, es la forma en que se manifiestan. No son imágenes agresivas, ni estresantes, aunque no todas evoquen sosiego. Llegan a mí de una manera pausada y apacible. Sé que en esos momentos, me transformo en el observador que se limita a contemplar sin juzgar. Soy el espectador neutral que se limita a vivir el presente sin resistencia.
Es cuando me doy más cuenta de determinadas situaciones que vivo a diario. Como la de ciertas conversaciones que se repiten una y otra vez en ambientes laborales. Son frases hechas que, a base de tanto reproducirlas han perdido su verdadero significado. Se han convertido en coletillas aburridas que imitamos inconscientemente. El verdadero motivo no es otro, que el de rellenar de alguna manera, esa soledad que todos sentimos pero que nadie revela.
Me refiero a los comentarios típicos el primer día después del fin de semana: “Uff que mal llevo los lunes, voy a tomarme otro café a ver si me despierto”. Los miércoles los diálogos se animan un poco más: “bueno ya estamos a mitad de semana, y va quedando menos para el viernes”; y al fín cuando llega el día más deseado, las expresiones se animan: “¡menos mal que es viernes, parecía que no iba a llegar nunca!”
Y así se van pasando las semanas, más bien diría la vida, esperando ávidamente la llegada de ese sábado y ese domingo, como si fuera obligatorio ser feliz esos dos días, como si no hubiera posibilidad de sentirse uno desalentado o apenado, como si no tuviéramos el derecho de ser dichosos en ningún otro momento.
Voy en mi coche por la mañana y me digo que cada día es una oportunidad para pasarlo bien, para hacer cosas nuevas… No quiero esperar a que llegue el fin de semana llenándolo de planes, dando por hecho que las pequeñas cosas maravillosas no pueden aparecer espontáneamente. Estoy convencida que no hace falta programar nada, lo más probable es que las sorpresas y acertijos de la vida, se presenten solos, sin necesidad de llamarlos. Intento justificar la ignorancia atrevida de cómo vamos pasando por la vida envolviéndonos de miedos y cobardía, e intuyo que es la propia rutina la que nos hace estar tan ciegos, o es algo más profundo, como la prepotencia humana al creer que este trayecto personal no tiene fin.
Y yo no digo que tengamos que buscar amigos en el trabajo, porque un Amigo es alguien selecto y muy especial. Hablo de compañerismo, de grupo. Sería fabuloso olvidarse para siempre de la competitividad. Ser competitivo está de moda, se lleva la arrogancia y la soberbia y si quieres entrar en el juego de la empresa, no te queda otro remedio que someterte. Por eso, las personas, que como yo, buscan en su vida sensatez y equilibrio, se les invita discretamente a ocupar lugar nebuloso poco visible. Pero sinceramente, eso ya no me preocupa, aunque confieso que hubo un tiempo que esto me provocaba conflictos. Ahora, sé que nadie ni nada tienen el poder suficiente como para romperme.
Sonrío al comprobar el sitio tan mundano donde se alimenta y nutre mi entendimiento. Nadie diría que un pequeño utilitario pudiera convertirse en el espacio elegido para desconectarse del mundo. Pero lo cierto es que solo necesito ese rinconcito único, para sentirme bien. Es el instante donde se despierta toda la energía dormida y los pensamientos más íntimos se manifiestan.
Estoy llegando al aparcamiento del trabajo. Sé que necesito mantener este estado de bienestar al que he llegado. Con calma, saco de la guantera del coche la tarjeta que me permite el acceso al garaje. Quito la radio y me dirijo a la primera plaza libre que encuentro.
Aparco, apago el motor y me regalo un instante. Cierro los ojos, respiro profundo, y voluntariamente dibujo una sonrisa en mi rostro.

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Herramientas, de Gonzalo Silván Lago

1 comentario:

  1. Hola Mar:

    Yo también presenté un relato al concurso. Tú has ganado y te felicito.

    Un colega

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