Obra ganadora del IX Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid
La última entrevista
Beatriz Ledo Trujillo
![]() |
Gonzalo Silván Lago. Acrílico sobre tabla. Trofeo para la ganadora. |
Sentada en la cama del hospital, mientras mi padre bebía los últimos sorbos de su existencia, recordé con cariño los preciosos momentos de nuestra vida. Retazos de lucidez en forma de fotografías mentales donde observar mis primeros pasos junto al hombre que me vio crecer.
Varias décadas antes, me afanaba en entender su profesión, tan práctica para él como misteriosa para mí.
—Papá ¿qué es el periodismo?
—Bueno, cariño, es como cuando le cuentas a tus amigos cómo fue el partido si no pudieron ir.
—Entonces ¿puedo contarle los partidos a cualquier persona?
—Los partidos y todo lo que se te ocurra. Pero debes saber contarlo bien. Es un arte.
Mi padre sí sabía. Te explicaba con palabras precisas lo necesario para poder entender cualquier tema. Aún recuerdo esa conversación. Me decidió a dedicarme a esta gran carrera.
—¿Alguna pregunta más? —La voz me pilló en plena ensoñación.
—No. Eso es todo. Muchas gracias por su amabilidad —me disculpé mientras le daba la mano al músico de jazz del año.
Ahora realizo entrevistas a gente de todo el mundo. Me permite conocer durante un momento a la persona detrás del personaje. Es emocionante. Pero no es sencillo. Saber dar con el botón de cada uno. A veces te llevas sorpresas curiosas, divertidas. Otras, decepciones del tamaño del piano de la entrevista de hoy.
Llevo una época bastante despistada. Las marañas del tiempo ocupan mi cerebro como las madejas de lana el cesto de mi abuela. Todos esos recuerdos deambulan sin permiso por mi mente. Su enfermedad no me deja pensar con claridad. Me obnubila, lastra mi ánimo.
—¿Cómo sigue tu padre? —La pregunta me pilla, una vez más, desprevenida.
—Ya lo conoces. Poco a poco —respondí tímida.
—Es tan cabezón como tú —comentó con un guiño—. Mantenme informado.
Mi jefe encaró el pasillo de vuelta a su despacho, pero no lo dejé dar un paso más.
—¿Qué te parece si me tomo unos días? —solté a bocajarro.
—Me parece bien. Haz lo necesario. Y dale recuerdos a tu padre de mi parte —sonrió bondadoso tras una pausa.
Me encaminé como cada día al hospital, esta vez más ligera. Había dejado parte de la pesada carga en la oficina. Tenía por delante unos momentos únicos, bálsamo de serenidad ante la necesidad apremiante.
—¡Papá, ya estoy aquí! —exclamé con alegría contenida.
En la cama, rodeado de tubos, mascarilla de oxígeno, sábanas impolutas, yacía mi alma gemela. Sonrió desde sus ojillos de ratón. Siempre sonreía.
—¿Qué haces aquí a estas horas?
—Me he tomado unos días libres —susurré cogiéndole de la mano.
Su sonrisa lo dijo todo. A veces tomas decisiones que lamentas toda tu vida. Otras, no te das cuenta de tu acierto hasta mucho tiempo después.
Al día siguiente comenzamos una rutina. Llegaba temprano, justo para el desayuno. Luego jugábamos un poco a las cartas, le comentaba lo escrito la noche anterior. Mi proyecto de novela parecía entusiasmarlo. Repasábamos las tramas, los personajes. A media mañana nos echábamos los dos una siesta del burro. De vez en cuando abría un ojo y lo veía dormir. Con su boca abierta, aquella cara de ancianito asomaba a su rostro sin dentadura… Me inundaba una ternura inusitada. La certeza de la vulnerabilidad inevitable. El deseo de cuidarlo siempre. Escuchaba su respiración acortada por esos pulmones que ya no cumplían. A veces un sueño agitado lo revolvía y yo quería abrazarlo como a un bebé. Decirle al oído: «No te preocupes. Estoy aquí». Pero era incapaz de moverme, respirar siquiera. Solo lo observaba en silencio, congelada sin remedio. Todos terminaremos marchándonos antes o después, esa idea me paralizaba.
—¿Por qué me miras así? ¿Tan feo soy? —comentó un día divertido.
Sabía perfectamente qué me pasaba, lo afrontaba con humor, quitándole importancia como quien desempolva una sábana vieja.
—¡Anda, vámonos de farra! —Esta ridícula capacidad mía para cambiar de tema…
Menudos paseos nos dábamos por los pasillos. Conocíamos cada papelera, cada esquina rota, cada cartel en aquel barullo de hospital, laberinto de enfermedades y pruebas.
Un día me confesó que estaba cansado, ya no salimos más. Los días pasaban en esa habitación desinfectada, anuncio triste de lejía casera. Pero no perdíamos el ánimo. Las partidas al cinquillo se volvieron habituales durante las tardes. Mientras tirábamos cartas, recogíamos ideas absurdas, arreglábamos el mundo. Ese empeñado en seguir girando como si nada sucediera.
Mis vueltas a casa eran cada vez más angustiosas. Anhelaba las horas vividas en su compañía. Decidí quedarme cada noche. Él no estaba de acuerdo, pero no tuvo fuerzas para negarse.
—¿Qué nos aguarda después, papá?
—A ti, yo.
Sus respuestas, siempre sabias, siempre enigmáticas.
Atesoro aquellos días como lingotes de El Dorado. Momentos tranquilos, llenos de paz. Hablamos. Hablamos mucho. Surgieron mil temas imposibles, con esa urgencia de quien conoce su fecha de caducidad. El tiempo a su lado se agotaba como las campanadas de medianoche para la Cenicienta. Lo sentía en mis entrañas: gotas de lluvia escurriéndose por mi rostro sin poder retenerlas en medio de la tormenta.
Cuando se fue, lo agarré con fuerza de la mano para impedir su marcha a toda costa. Lo retuve lo posible, pero las almas buenas siempre vuelan alto.
Fue su última entrevista. Yo tuve la exclusiva. Gracias, papá.