25 mayo 2018


La metatasa


Gonzalo Silván


Hace un par de añitos me llevé la sorpresa de que, tras convivir durante más de quince años con la caótica numeración de las vías de Mojácar, el Ayuntamiento de este municipio, de ahora en adelante Mojayto, tomó cartas en el asunto y decidió poner orden en el monumental desaguisado. Para que el lector se haga una idea, basta con decir que la numeración de las fincas eran pares o impares a cualquier flanco de la calle, nada de pares a un lado e impares al otro. El desorden era mayúsculo, y que llegara una carta era más difícil que acertar el Gordo de la Primitiva. Incluso, en mi propia calle, llegamos a coexistir tres viviendas con el mismo número. Un follón, pero era una promiscuidad llevadera.
El guirigay era ya tan crónico que me quedé pasmado cuando una nueva corporación municipal, haciendo gala de un arrojo excepcional, asumió sus responsabilidades poniendo fin a tanta anarquía postal.
Sólo un año después caí del guindo. Cuando, a los vecinos que guardábamos nuestros vehículos en nuestro terrenito, el Mojayto nos informó que si queríamos seguir con tan incívica práctica teníamos que solicitar un vado. Y que de no hacerlo, se nos asignaría de oficio.
¡Ya estaba claro! De sentido de la responsabilidad, nada de nada. Para poder imponer el nuevo tributo era imprescindible numerarnos correctamente. Y así, de paso, convertir un “derecho” en una obligación. Ya que hasta entonces el vecino que no quería que le adosasen a su puerta un vehículo ajeno, era el que, voluntariamente, solicitaba y pagaba su vado.
Una vez más sólo se acordaban de nosotros para agasajarnos con algún nuevo gravamen. Como detalle secundario cabe señalar que el Mojayto no se hace cargo del avío del vado físico, es decir, el rebaje para salvar la diferencia de cota entre calzada y acera. Además la placa conmemorativa de dicha tropelía la ha de pagar también el sufrido contribuyente, ellos bastante tienen con cobrar. Vamos, que encima pones la cama. Dicho sea de paso, la placa es enorme... y estéticamente horrorosa, afeando con su hortera presencia el tradicional y sosegado blanco de las fachadas mojaqueras; pero eso ¿a quién le importa? En vez de buganvillas, plantemos placas.

Ante tan generosa oferta un servidor, tras dar las gracias, declinó la invitación, alegando que no necesitaba ni quería vado, y menos un “aparcamiento exclusivo” para guardar, ocasionalmente, un vehículo de dos ruedas. Vamos, que no me importaba que cualquiera estacionara delante de la puerta de mi casa, y que si alguien lo hacía yo asumía que no tenía derecho a protestar. Pero el Mojayto, erre que erre, dice que no. Que el mero hecho de aprovecharse de su acera obliga a pagar un vado. Por cierto, por un importe mucho mayor que el de un permiso de circulación. Claro que con el término que emplean de “aprovechamiento” de la acera me hacen sentirme culpable. Vamos, que no es sólo que la use... sino que soy un aprovechado. Va a ser que tienen razón pues, aunque parezca increíble, frente a mi casa hay una acera que el Mojayto no costeó, y para entrar en mi vivienda no me queda otra que franquearla; aunque es tan escueta que sería fácil hacerlo de un salto. Que conste que soy un privilegiado pues, aunque mi calle presenta un estado de abandono deplorable y está plagada de baches, hoyos y parches chapuceros, yo, al menos, tengo acera. Tercermundista sí, pero acera al fin. Muchos otros no pueden decir lo mismo.
Aparte de otros aspectos, como el amenazador tono de los requerimientos, la deficiente redacción de las propias ordenanzas y las posibles ilegalidades que presenta todo el procedimiento, el climax de todo este indeseado concubinato se alcanza cuando, en contestación a las alegaciones presentadas, el Mojayto tiene la desfachatez de afirmar lo siguiente:
Y teniendo en cuenta que el hecho imponible es el aprovechamiento especial que se realiza por el paso a través de las aceras u orillas de la calle con independencia de que estén pavimentadas, al mismo nivel o distinto nivel de cota de la calle”...
Y tanto que aprovechamiento especial pues, traducido a román paladino, el párrafo anterior viene a decir que tienes que apoquinar por usar una acera aunque físicamente no exista. Esto si que no lo había visto en mi vida. Cobrar por usar algo que no existe se sale de la mera glotonería recaudatoria, o del power delirium, para entrar en el terreno de la metafísica. Vamos, que han inventado la metatasa.

Si miras por el ojo de la cerradura de la puerta de atrás, la que da a los acontecimientos del pasado reciente, verás que es fácil reconstruir la escena que generó la brillante idea. Percibirás una figura que paseando por las calles de Mojácar, de pronto, se percata de la gran cantidad de viviendas cuya construcción se autorizó con un diseño que permitía guardar los vehículos en las propias fincas. Con ello, en cierta medida, se lograba que las estrechas calles del pueblo quedasen más despejadas. De pronto la figura se detiene bruscamente, entra en trance, saca su móvil y, activando la calculadora, multiplica 150 por X; siendo X el número de viviendas con está agraciada tipología. La cifra resultante inflamó sus ojos, haciendo más visibles las venillas rojas de sus escleróticas. Parecía que sus globos oculares quisieran exiliarse de sus familiares cuencas . De la comisuras de sus labios se fugaban pequeñas cantidades de un liquido espumoso. Sus manos se rozaban emitiendo un rumor marino, como de ola, orilla, y chiringuito. En su rostro quedó grabada la huella indeleble de una experiencia místico económica, que le dejó como herencia una expresión ovejuna, muy parecida a la de una inocente pastorcilla tras una aparición mariana.
No me extraña que la NASA busque vida inteligente en otros planetas, pues para sacarnos los cuartos a base de burdos decretazos no hace falta tener muchas luces, basta con tener pocos escrúpulos.


Gonzalo Silván es aprovechador de aceras




18 mayo 2018


Mi divorcio con el cigarro

Laura Vega

Hoy comienza la última etapa de mi divorcio con el cigarro. Muchos se preguntarán ¿por qué tomé la decisión de dejarlo después de 18 años? Y no como fumadora social, sino como una verdadera profesional, ya que diariamente fumaba una cajetilla.

Muchas pudieron ser las razones para dejar de fumar. Hace 20 años por ejemplo te veías cool si fumabas, tomabas y hasta te drogabas. Hoy lo cool es el running, los maratones, los triatlones, comer bien, ser vegano, todo lo orgánico, el alga espirulina, las dietas, las proteínas, los frutos rojos, el yogur griego, ir al nutriólogo, amar tu cuerpo, el ejercicio en pocas palabras. Sin duda esa razón se convirtió en parte de mi vida, porque todo eso me encantó desde que lo probé por primera vez, pero seguía sin ser suficiente.

El año pasado había probado mi cuerpo corriendo 21 kilómetros y sólo reduciendo mi ingesta de cigarrillos temporalmente a cuatro por día. Así que si mi cuerpo resistía eso, podría continuar así.
Otra razón: la ley. Desde que en México se prohíbe fumar en lugares cerrados, los fumadores fuimos vistos como apestados, incluso por los niños que nos regañan cuando nos ven fumar. Ese motivo también era fuerte, pero no suficiente.

Lo que verdaderamente me asustó y mucho fue la muerte de mi abuela por enfisema, al verla asfixiarse con sus propias flemas que ni siquiera podía expulsar debido a la neumonía que lo complicó todo.

Mi miedo cobró mayor fuerza cuando pasé varias noches de hospital junto a ella. Al sostenerle la mano y recostarme a sus pies, su respiración era tan intensa que estremecía hasta el último pedazo del colchón.

Ya nos habían dicho que uno de sus pulmones estaba totalmente destruido por el tabaquismo, así que después de 16 días, tres semanas después de mi boda donde prácticamente la había visto bailar, reír, fumar hasta el cansancio y comer como años atrás, el otro también colapsó.

El domingo que murió seguí fumando al igual que el lunes que fue el servicio fúnebre. Pero el martes 14 de marzo todo cambió, tomé la decisión, planifiqué un esquema de tratamiento personal de acuerdo a mis miedos, motivaciones y personalidad, al pasar de cinco cigarros una semana hasta llegar a cero.

Cierto que ha sido difícil por la ansiedad, el enojo, comer de más, no tener ganas de nada, sentir que he ganado kilos, hacer más ejercicio para evitar aumentar de peso pero de pronto sentirme hinchada, molesta. Incluso una amiga ayer me dijo que estaba más maldita que nunca, y es que traigo el humor negro.

Pero lo más difícil ha sido el vacío, la tristeza que ocasiona no tenerlo, y ver que me acompañaba más de lo que pensaba: en el baño, de camino al trabajo, después del desayuno, al tomarme una taza de café, al redactar, luego de la comida, con mi esposo, en una gira de trabajo, en un concierto, en una cena, en mi boda, con amigos, sin ellos, en la soledad de mi casa, con una copa de vino, viendo la tele, viendo tocar a Piyo, leyendo un libro, en un bar, en una fiesta, en Navidad, Año Nuevo, cumpleaños, caminando, cantando, en casa de mis padres, en todos lados, incluso después de hacer ejercicio, así de mal estaban las cosas. Y de pronto era como si lo hubiera perdido. El cigarro estaba muerto al igual que mi abuela.

El método que utilicé me lo recomendó mi padre, algo muy simple y difícil a la vez: déjalo poco a poco para que tu cerebro y tus células, que necesitan inevitablemente la nicotina, dejen de sentir la necesidad y no te enfades todo el tiempo, ya que quien me conoce sabe que soy irascible. Pero para que esto funcione, como ocurre en la vida misma, se requiere disciplina y motivación.

La disciplina la he logrado en otros momentos, como mi nutrición, pero el cigarro sobrepasaba todo, así que necesitaba otro grado de inspiración. Además de la muerte de mi abuela, lo cual ya fue un shock fuerte, decidí tener otro motivo. Correr mejor, más rápido y con mayor distancia. Y es que un fumador no puede correr mucho, y si lo hace, se corren riesgos muy altos como un ataque cardíaco.

El año pasado decidí correr los 21 kilómetros y puse mi cuerpo por primera vez a prueba, primero me realicé un electrocardiograma en reposo, y como no encontraron nada, me sentí invencible. Pero si quiero alcanzar más kilómetros, fumar sí podría representar un signo de alerta.

Dejar de fumar para nada ha sido fácil, todo lo contrario, a veces odio haber tomado esta decisión, me enojo conmigo misma y con quien se atraviese, no sé qué hacer en los tiempos muertos sobre todo de giras de trabajo donde veo a mis compañeras fumar y no me queda más que robarles con un suspiro de nostalgia las bocanadas que expulsan, llegar a casa y ponerme a hacer todo el quehacer, lavar los trastes, tender camas, planchar ropa, barrer el patio y a veces ni así calmar la ansiedad.

Recuerdo cómo me enojaba cuando me decían que dejara de fumar o todos aquellos que manoteaban cuando les llegaba mi humo, y ahora me da miedo convertirme en uno de ellos, de esos fumadores conversos como alguna vez una amiga los nombró. También recuerdo que cuando me amenazaban con enfisema o muerte, mi respuesta tonta y sencilla era: de algo nos tenemos que morir, sólo que aquí yo estoy eligiendo. Y sí claro, estoy eligiendo asfixiarme al morir si es que muero de ello.

Otro de mis argumentos justamente era mi abuela, a quien presumía por tener 90 años y seguir fumando una, dos cajetillas al día, tomar coca cola y no agua y comer poco. Ahora que la vi morir con problemas en los pulmones, en los riñones y una fuerte anemia, me arrepiento de todo lo que dije.

Odio tanto dejar de fumar, pero odio más no poder dejar de hacerlo, ser tan dependiente, sufrir al dejarlo. Todavía paso a lado de algún fumador y me robo su humo con un suspiro.

Sin embargo, no todo ha sido fatal, de pronto llegan los momentos donde agradezco haberlo dejado, sobre todo cuando corro y ya no jadeo, ya no tengo que correr más lento para recuperar el ritmo cardíaco, cuando veo que aumento de velocidad sin preocupaciones, cuando llego a casa, me quito la ropa y huele a perfume todavía, al subir las escaleras y no asfixiarme, al nadar y sentir que todavía puedo continuar otros 100 metros más, al concentrarme más en mis objetivos, al saludar a alguien o entrar en una elevador y saber que no les doy asco, al percibir un mejor aliento, al oler mis manos con crema aún, al saber que no envejeceré prematuramente, al ver mi piel y sentirla más tersa, al ver mi cabello y verlo con brillo, al degustar los olores de la calle o asquearme con los más fétidos, al probar la comida y reconocer de nuevo sus sabores, al estar más tranquila y disminuir considerablemente mi colitis nerviosa.

Ha sido muy difícil este proceso. Soy adicta y el adicto nunca deja de serlo, así que a buscar otra adicción: ir por los 42 kilómetros en Ciudad de México, Monterrey, Nueva York, donde sea, puede ser una de las opciones o un pretexto nada más, quizás, la verdadera razón es simplemente vivir sin ataduras, sin dependencias, ser libre de ellos, el que alguna vez fuera mi amigo incondicional: el tabaco; y mi mejor amiga: la nicotina.

Van dos meses de la muerte de mi abuela, dos meses de la muerte del tabaco.

Laura Vega es periodista mexicana.





11 mayo 2018


A un paso de la esperanza
Mar Doménech
Finalista del II Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid


Vengo de un país lejano. Es un hermoso rincón del mundo, desconocido, ignorado, recóndito….un país velado y oscuro, que pocos saben situar en el planeta.
Hace ya muchos años que salí corriendo de aquel lugar que me vio nacer. Pero a pesar del paso del tiempo jamás podré olvidar mi patria. Mi tierra se llama Sierra Leona. Para los que ignoran donde situar esta nación, os pongo al corriente de su paradero. Sierra Leona es uno de los estados más pequeños situado en el occidente de África. Debido a su ubicación, posee playas de una belleza espectacular. Son extensas y salvajes, con montañas de arena blanca formando dunas ondulantes que despiden brillantes variaciones de luz y sombras. El país está lleno de manglares, pantanos, humedales…y posee enormes mesetas pobladas de bosques.
Pero lo más importante para mí, es que desde el origen de los tiempos, tres religiones habían estado conviviendo sin que nadie ni nada pudieran presagiar la tragedia que se iba a venir encima. Musulmanes, animistas y cristianos compartíamos, como hermanos, nuestra cultura y nuestro conocimiento. Nos respetábamos a pesar de que nuestras formas de vida eran diferentes. Todos entendíamos, sin que nadie nos lo explicara, que aquello que nos hacía distintos, nos instruía y enseñaba, nos hacía más útiles y más fuertes en el día a día de nuestra existencia.
Os preguntaréis por qué, una anciana como yo, se atreve a plasmar en un papel una historia que no ha trascendido nada más que a su propia vida. Se trata solo de la necesidad de compartir el íntimo testimonio de un superviviente que superó una arriesgada huida. No busco protagonismo, no intento hacer creer a nadie que soy más valerosa o audaz que otros. Sé, a ciencia cierta, que no soy la única. Cada día se repiten terribles sucesos que me recuerdan lo que yo misma viví hace mucho tiempo. Son personas que, como yo, se ven obligadas a alejarse de su hogar para huir del horror, de la barbarie… Unos se quedan en el camino, tragados por las aguas de un mar que no pretende matar, pero mata. Otros llegan exhaustos, perdidos, sin rumbo ni destino. Lloro por ellos cada día, lloro y me estremezco por cada alma negra que algún día decidió cambiar su vida miserable por una esperanza velada y engañosa. Pero también lloro, porque, sin nunca comprender el motivo, conseguí el futuro que mis padres soñaron para mí, logré la quimera de millones de seres humanos, simplemente porque el destino o la suerte se encapricharon bendiciendo mi destino.
Pero, dejadme que mi memoria vuele a los principios de mi existencia. Miro al horizonte y vislumbro el pequeño poblado donde vivía. Mi hogar era una pequeña choza hecha de barro y ramas. Aunque era sencilla y humilde nos cobijaba y nos protegía. Fue construida por mis abuelos, y allí vivía con ellos, junto con mis padres y mis dos hermanas pequeñas.
Hacía años que una cruenta guerra civil asolaba cada rincón de la nación. ¿Quién empezó esa cruzada? Creo que eso, hace tiempo, ya no importa. Los culpables, en definitiva, fueron todos los hombres en su afán de poder y justicia. El grupo elegido, la bandera, los ideales…todo pierde sentido cuando la locura y la demencia se imponen como ley y el hombre deja de ser humano para convertirse en un ser miserable.
Nuestra tranquila vida cotidiana se vio truncada por la nueva situación política. Empezamos a perder nuestras tierras. Los guerrilleros, de un bando o de otro, llegaban sin avisar y se apoderaban de todo aquello que veían, fuera útil o no. Arrasaban y quemaban todas las pertenencias, sin tener en cuenta nuestras súplicas, nuestros ruegos de que nos dejaran con lo básico para poder vivir. Lejos de parar esta locura, el desenfreno fue cada día a más. Llegó un momento, en que salir de nuestro poblado era un riesgo que nadie quería asumir. Te exponías a que te apresaran y en el mejor de los casos, cuando consideraban tus captores que eras mercancía de buena calidad, te vendían al mejor postor para emplearte como esclavo.
Otras veces, los capturados eran abandonados en el bosque. Entonces, comenzaba aquel maldito juego. Los cazadores perseguían a los elegidos, como si fueran animales, hasta darles alcance para acabar con ellos. Los métodos utilizados eran inhumanos, cada cual más cruel y sanguinario. La vida perdió todo su valor: vivir o morir, no había apenas diferencia.
Pronto aparecieron los traficantes de humanos, individuos de nuestra propia raza que se enriquecían a fuerza de secuestrar a su gente. No había piedad ni compasión. El odio y la locura entraron en nuestras vidas y se quedaron.
Por fortuna, todavía quedaban personas que luchaban porque la sensatez y la cordura se impusieran. Pero lo cierto es que el miedo nos paralizaba y no sabíamos reaccionar. Había una necesidad imperiosa de tomar medidas. Lo único que podíamos hacer era unirnos y luchar en un frente común. Para ello, los grandes hombres y mujeres influyentes de tribus vecinas, llegaban a nuestra aldea, internándose por la noche silenciosamente, para no ser descubiertos y se reunían en nuestra choza. Hablaban de la urgencia de abandonar nuestros hogares, como única solución. Yo miraba con disimulo todo aquel y venir de gentes diferentes, intentando averiguar qué estaba ocurriendo.
Al principio nuestro pueblo se resistía, siempre había alguien que tomaba la palabra para decir que no nos precipitáramos, que con el tiempo la situación se estabilizaría y que todo volvería a la normalidad. Pero cada día nos llegaban noticias de que el país se estaba desmoronando y eran ya millones las personas que se organizaban para huir de esa situación. Llegó un momento que hasta los más incrédulos empezaron a darse cuenta de que la ilusión de una tregua nunca llegaría. Finalmente los habitantes de nuestra aldea decidieron que ya no tenía sentido seguir postergando el momento de la huida. La decisión estaba tomada: Europa era la libertad.
Por las mañanas me reunía con mis mejores amigas, Delu y Kande, y les contaba lo que había estado escuchando. Nos excitaba hablar de los planes secretos que nuestros mayores iban concretando. Para nosotras no era más que un juego que ayudaba a romper la rutina a la que estábamos acostumbradas. Sabíamos que los primeros candidatos serían los chicos más jóvenes y fuertes. Eran los que más posibilidades tenían de superar cualquier obstáculo que pudiera surgir. Una vez llegados a su destino, buscarían trabajo y ahorrarían hasta conseguir el dinero suficiente para que otros pudieran hacer lo mismo. Así, hasta que el poblado quedara solo con los más ancianos, guardianes de nuestra civilización y nuestra cultura.
La información que iba llegando nos hizo saber que el precio por la libertad sería alto. Las familias se endeudaban hasta límites insospechados. Se vendía hasta la propia vida si era necesario. Ante esta situación, no paraban de aparecer embaucadores y aprovechados que llenaban de esperanza nuestras cabezas. Hablaban de países donde todo sería más fácil, donde no nos faltaría de nada. Un increíble mundo donde las casas y las calles disponían de luz eléctrica, un lugar donde el agua potable llegaba a los hogares sin restricciones… Nos hechizaban con sus historias sobre paraísos soñados.
Al oírles hablar, la aventura de abandonar nuestro hogar nos fascinaba. Se nos iluminaba la cara al imaginar ese vergel de la abundancia que sólo conocíamos de oídas. Únicamente había un requisito que cumplir: tener la cantidad convenida para pagar a todos los intermediarios involucrados en la escapada. Lógicamente toda aquella estructura dirigida, tenía unos gastos que sufragar. Por supuesto que la huida era arriesgada, pero con ellos al frente de la organización, no tendríamos nada que temer. Estábamos en buenas manos. Nos hablaban de nuestros libertadores como gente buena que solo quería el bien para el pueblo. Verdaderos profesionales que vivían para proporcionarnos y facilitarnos la mejor de las oportunidades. Para acabar de convencernos, por si quedaba alguna duda, nos garantizaban seguridad en la gestión, todo estaba bajo control. La experiencia avalaba a estos transportistas de personas, que se comprometían arriesgando incluso sus vidas.
Nosotros oíamos y queríamos creer. Soñábamos con un mundo mejor y aquellos que venían a persuadirnos, nos regalaban las palabras que deseábamos oír. A nuestros ojos se convirtieron en héroes que nos salvarían del infierno. Finalmente, nadie nos tendría que convencer, la determinación de abandonar nuestro hogar se transformó en una decisión personal.
Cada vez, fueron más los jóvenes de mi aldea que pactaban la partida. Al principio eran los jóvenes más fuertes y preparados. De un día para otro iban desapareciendo, a veces uno a uno otras veces eran grupos de seis ó siete los que se animaban a marchar. Las primeras semanas las familias esperaban con ansiedad algún tipo de noticia sobre los escabullidos. Se formaban corrillos y los rumores y chismes iban de boca en boca, pero lo cierto es que jamás nadie tuvo información de lo que realmente estaba pasando. Todos sabíamos que la vuelta era un imposible. Volver significaba fracasar, no haber conseguido el propósito. Eso representaba la vergüenza y la deshonra no sólo para el que vuelve sino para toda su familia. Nadie admitiría en su morada a un perdedor. Era el propio clan quien imponía la regla: el que se va, no puede volver jamás. Por eso, la mayoría se inventaba un final feliz.
No creía que mi turno llegaría tan rápido. Sinceramente nunca llegué a pensar que yo podría ser uno de los elegidos. Recuerdo que la noche era cálida. Como tantas veces, después de la cena, salimos a contemplar el cielo raso cuajado de estrellas. La abuela siempre aprovechaba estos momentos, para contarnos uno de sus hermosos cuentos. Al terminar su relato, nos quedamos en quietud, saboreando las palabras llenas de sabiduría que nos traía la historia que acabábamos de oír.
Fue mi madre la que, rompiendo el silencio, dijo de sopetón con la mirada perdida en el infinito:
Tengo algo muy importante que deciros…. Begum se va.
No supe reaccionar. En realidad no sabía si lo que estaba oyendo de los labios de mi madre, era fruto de mi imaginación o aquello estaba pasando realmente. Mi padre fue el que me sacó del estupor:
Está decidido dentro de 3 días te vendrán a recoger y te marcharás.
Intenté protestar apretando mis puños con rabia, pero las palabras no salían de mi boca. Estaba totalmente paralizada.
Mi madre volvió a tomar la palabra:
No te estamos pidiendo tu opinión. Es una decisión tomada. Ya está todo pactado para tu marcha. Te queremos, eres nuestra hija, nuestra Begum, y es por ese motivo que queremos un futuro digno para ti. Aquí ya no hay nada que hacer.
De repente se volvió hacia mí y me abrazó. Sentí su cuerpo estremecerse y sus lágrimas mojar mis hombros desnudos. Acercó su boca a mi oído y me susurró:
Mi princesa, ya no podrás regresar jamás.
Salí corriendo de la cabaña. En ese momento no tenía miedo de los traficantes de gentes, tenía miedo de mis propios padres, del ultimátum que habían tomado, de lo que sería de mí. La palabra “jamás” me retumbaba en las sienes. Jamás es: nunca, en la vida, de ningún modo, en absoluto, no…Finalmente me derrumbé en el suelo y empecé a gritar con todas mis fuerzas. Grité y grité mil veces para que desde muy lejos mi desgarrada voz pudiera oírse. Quería que alguien, alarmado por mis gritos se acercara y viniera a rescatarme. Pero nadie vino a mi encuentro. Mis sollozos los dispersó la noche como un sonido más, envuelto en tinieblas y oscuridad.
Fueron días de mucho ajetreo. La gente llegaba a nuestra casa a despedirse. Muchos de ellos traían pequeños regalos representativos de nuestra tribu: estatuillas de barro, collares hechos con piedras….me abrazaban deseándome lo mejor. Recuerdo esos días, con una nostalgia especial. Reía y lloraba al mismo tiempo. Sentía el cariño de mi gente, bailábamos y cantábamos hasta el anochecer. Tenía miedo ante lo desconocido, pero también sabía que era una privilegiada por tener la oportunidad de salvarme del horror de la guerra.
El viaje tuvo varias etapas. La travesía entre un país y otro la hacíamos de forma furtiva. En el camino conocí a muchos compañeros que iban y venían de distintos países: Senegal, Congo, Malí…. En cambio el porvenir al que todos aspirábamos solo tenía un nombre: Europa. Éramos hermanos unidos por la misma esperanza de lograr un futuro mejor. Muchas noches mirando las estrellas, envueltos con una simple manta compartida, hablábamos del destino que nos esperaba y que creíamos tener cada vez más cerca. Aquellos desconocidos se convirtieron en mi familia. Nos arropábamos cuando hacía frío, nos consolábamos cuando llorábamos, nos defendíamos de los abusadores y explotadores. Hubo muchos, tremendos momentos de angustia y pánico. Los días se hacían interminables, nadie nos aseguraba la duración del viaje. Preguntábamos a los cabecillas que nos guiaban cuándo llegaríamos a nuestro destino.
Los primeros días el ánimo de todos, incluso de nuestros acompañantes, estaba lleno de energía y hasta de cierta euforia. Compartíamos nuestros recuerdos, hablábamos de nuestras costumbres, contábamos cuentos…Caminábamos kilómetros y kilómetros y nunca faltaba alguna voz cantarina que nos hacía sonreír y nos amenizaba el duro trayecto.
Los días pasaban y teníamos la impresión de ir caminando sobre tierra de nadie. Pasamos por desiertos, lagos, bosques….Llegó un momento en que empezamos a pensar que nunca lograríamos nuestro objetivo. Ya nadie preguntaba cuánto tardaríamos en alcanzar Europa. Vivíamos con la angustia de no saber lo que ocurriría al día siguiente. A veces nos venían a buscar en autobuses desvencijados sin asientos ni ventanas. Otras veces caminábamos a pie durante horas sin comida ni bebida. Nuestra cama era el suelo que nos abrazaba cada noche. Yo lloraba en silencio pensando en mi familia, en mis amigos, en todas las cosas que había dejado atrás y que nunca volvería a recuperar. Algunos de mis compañeros de viaje terminaron por renunciar, desesperados por la incertidumbre de no saber. Se quedaban atrás, perdidos en algún lugar aún a sabiendas de que no podían volver a su hogar. Me he preguntado muchas veces dónde irían a parar aquellas almas infelices ¿habrían logrado sobrevivir?
Después de muchos meses llegamos a lo que pensamos era la última etapa: Marruecos. Estuvimos atrapados entre dunas y piedras, esperando a que la organización encontrara el día propicio para atravesar el Mediterráneo y llegar a España. Yo era una de las privilegiadas al poder cruzar el mar en barca. Mis padres habían decidido reembolsar una suma desmesurada para que pudiera pasar el estrecho de la forma más segura. Otros compañeros pagaban por ir ocultos en los recovecos más insospechados, dentro de vehículos. Los más desesperados, compraban flotadores o chalecos salvavidas, que conseguían a precios exagerados, para cruzar a nado. Aún a sabiendas que eran trampas mortales elegían ese asidero para escapar de la desdicha.
Vivíamos gracias a la bondad de algunas ONG´s que nos suministraban abrigo y comida. Habilitaban tiendas de campaña y nos proporcionaban medicinas cuando alguien enfermaba. Aunque trataba de adaptarme de la mejor forma, no podía entender por qué me encontraba en ese lugar rodeada de extraños, viviendo de la caridad de unas personas que no conocía. Odiaba todo aquello, maldecía haber nacido y pensaba que no merecía la pena vivir así.
Un día de verano, después de casi tres meses en este lugar, llegaron los traficantes de personas y nos dijeron a un grupo, que estuviéramos preparados en 2 días. Saldríamos por la noche y nos advirtieron que nadie llevara pertenencias. Había que tener espacio para el mayor número de personas posible. Todas tenían derecho a un sitio en la embarcación.
La noche era oscura, no había luna. Caminábamos encogidos, ateridos por el frio y el miedo. Nuestro mayor temor era ser vistos por las patrullas de policía que peinaban el lugar cada día. Llegamos a la playa y una pequeña embarcación nos estaba esperando. El silencio era únicamente roto por el sonido que el mar emitía en su ir y venir. Subimos a la barca, uno a uno temblando, temiendo que nuestra respiración pudiera oírse y nos delatara.
No sé cuánto tiempo duró la travesía. Solo recuerdo la tenebrosidad y la negrura del trayecto. Ahora sé que sólo son 14 kilómetros los que marcaron un antes y un después en mi vida.
Desde el que es mi hogar desde hace años, paso las horas mirando el mar. Me quedé en una población cerca de la costa española. Lo que parecía un destino provisional, se convirtió en mi nuevo destino. Conocí a Antonio, un hombre bueno que supo ver en mí algo más que el color de mi piel y mi procedencia. Con el tiempo hice amigos, y formé una familia. Puede decirse que soy feliz. ¿qué más puedo pedir?. Mi mirada se pierde en el horizonte y mi mente se va con todos aquellos que están intentando labrarse un futuro digno cruzando esa inmensa masa de agua. La infinidad de su horizonte me trae la certeza de una esperanza radiante y jubilosa.



04 mayo 2018


Sanidad pública: el gran negocio

Carmen García Delgado

A Emilio García Delgado (1953-2017), in memoriam, y a quienes como él luchan por defender los servicios públicos

Hace dos semanas me llegó la noticia de la muerte del doctor Luis Montes. Seguro que lo recuerdan. Lamentablemente, no por su larga y entregada carrera profesional, sino por el falso caso de las sedaciones de Leganés.
El 11 de marzo de 2005 se inició el mayor ataque que se conoce a una institución pública, orquestado desde los organismos responsables de su funcionamiento y tras dar pábulo a una denuncia anónima.
Por cierto, esas denuncias habían sido investigadas previamente sin encontrar irregularidades.
Luis Montes, el personal del centro y el propio Hospital Severo Ochoa fueron sometidos a una brutal campaña de desprestigio, de acoso.

Han pasado muchas cosas en la sanidad madrileña desde aquel nefasto 11 de marzo.
Hace unos años, un consejero de Sanidad organizó un desayuno en el hotel Ritz de Madrid. La convocatoria rezaba: “Aproveche las oportunidades de negocio para su empresa”. Se trataba de informar a las empresas interesadas de las oportunidades de negocio que ofrecía la sanidad pública, e invitarlas a subirse a la “ola privatizadora”, en palabras del propio consejero. Como dice el Gran Wyoming: “La salud vista en términos mercantiles no es una oportunidad de negocio, es el mayor de todos los negocios imaginables”.
Se construyeron siete hospitales públicos, modelo PFI1 de cooperación entre el sector público y el privado. Sin entrar en otros análisis, en el año 2012 la Consejería de Sanidad planteó la venta de seis de estos centros, la conversión del Hospital Universitario de la Princesa en un centro de crónicos, etc. La ejemplar Marea Blanca, movimiento que aunó a profesionales sanitarios y a la ciudadanía, consiguió pararlo.
Pero el desmantelamiento y la privatización de lo público continúa. No de una forma tan obvia como en 2012, menos visible, pero permanente. Los distintos informes de Audita Sanidad2 así lo atestiguan; les invito a consultarlos.

Mientras asistimos al deterioro de los hospitales públicos (techos que se caen, cañerías que revientan ...), se incrementan los presupuestos asignados a los hospitales gestionados por entidades privadas. Se introducen nuevas fórmulas de contratación de la gestión del servicio público y se firman contratos a ¡30 años!, como en el caso de los hospitales modelo concesión administrativa3, todos ellos de titularidad privada.
¿Qué trascendencia tiene firmar un contrato a 30 años? La más obvia es que asegura la estabilidad del negocio para el contratista; la reversión del servicio, como han hecho recientemente en la Comunidad Valenciana, es inviable, salvo en los casos de rescate previstos por la ley. ¿Por qué? Al rescindir el contrato por causas diferentes a las que la legislación prevé, hay que abonar al contratista una indemnización por los ingresos que deja de percibir. Se pueden imaginar el importe de ésta en contratos con tan largo plazo de adjudicación.
En tanto se aseguran las cifras de negocio para el sector privado, las condiciones de trabajo del personal del Servicio Madrileño de Salud empeoran. Las personas que defienden el sistema público, que luchan por los intereses de la ciudadanía, que no conciben que en un servicio público se hable de cifras de negocio, están sometidas a un estrés que se paga caro. Como le pasó a mi hermano, Emilio, el mejor médico que he conocido, la persona más honesta y fiel a sus principios, luchador infatigable, imprescindible.
Cuando las mejores personas son perseguidas, cuando se pagan precios tan altos por defender a quienes están en situación de vulnerabilidad, cuando las cifras de negocio se apoderan de lo público tenemos que alzar nuestra voz. Los derechos se deben ejercer y reclamar.

Los servicios públicos son imprescindibles; nuestra salud, educación y acceso a la justicia no pueden depender de lo abultado, o no, de nuestra cuenta corriente. El doctor García Delgado, mi hermano, lo tenía muy claro y peleó por ello. Su ejemplo me guía en mi cotidianeidad.

1 El modelo PFI de cooperación público privado se inició en Inglaterra durante el gobierno Blair. En el caso de la Comunidad de Madrid, supone que las empresas adjudicatarias “adelantan” el dinero de la construcción de los hospitales. Este préstamo les será devuelto en un determinado período mediante el pago de un canon anual, además de otorgarles la explotación de servicios considerados no sanitarios como aparcamientos, tiendas … Según denuncia la Plataforma Contra los Fondos Buitre, dos de estos hospitales modelo PFI se encuentran ya en manos de estos fondos.

2 Audita Sanidad es un grupo de trabajo para la auditoría ciudadana de la deuda en sanidad. http://auditasanidad.org. Aparece en  Twitter y Facebook con ese nombre.

3 La concesión administrativa supone que a una determina entidad privada se le encarga la asistencia sanitaria de un ámbito poblacional, percibiendo ésta a cambio un importe determinado por cada persona de ese ámbito (cápita). Aparte perciben una contraprestación económica por todas aquellas personas que hayan atendido que no pertenezcan al ámbito poblacional asignado.

Carmen García Delgado es internista y médica inspectora.