23 febrero 2018

De buitres, fronteras y políticos carroñeros

Julio Sánchez Mingo

A Forges y demás humoristas que nos han hecho o nos hacen reír y, sobre todo, pensar


El otro día leí un artículo1 sobre buitres que me hizo meditar largamente.
Al parecer, según un reciente estudio, los buitres que sobrevuelan el suroeste de la Península Ibérica evitan Portugal y se mantienen a este lado de la frontera, una frontera política, artificial, no física, excepto en el Miño y el Guadiana. Ello es debido a las distintas políticas sanitarias, relativas al abandono de animales muertos en el campo, que se aplican en el país lusitano y en algunas comunidades autónomas españolas. A raíz de la epidemia de las vacas locas, la Unión Europea prohibió abandonar carroña, medida, por cierto muy controvertida, y que se derogó años después bajo ciertas condiciones. El Gobierno español traspuso estas normas mediante los correspondientes decretos. Eso sí, como la política ganadera es competencia de las, benditas, comunidades autónomas, cada una de éstas reguló, o tiene pendiente de regular, a su manera. Resultado, en Portugal, que mantiene la prohibición, hay pocos buitres porque no se pueden alimentar y los buitres madrileños de La Pedriza se van de picnic a Segovia, en Castilla y León, a Guadalajara, en Castilla La Mancha, o, lo que es peor, al vertedero de Colmenar Viejo, que, para más inri, está en la senda del aeropuerto de Barajas. Llegan a volar hasta trescientos kilómetros en busca de comida como si tal cosa, dando amplios cortes de manga a las mentes no pensantes que nos rigen y, lamentablemente, nos separan.

Mal negocio este de las fronteras políticas y administrativas para buitres y personas.
Sin ir más lejos, las prestaciones sanitarias en cada comunidad autónoma son diferentes. Sin embargo, el derecho a percibirlas se deriva del pago de las cotizaciones a la Seguridad Social, que son iguales en toda España, ¡y esperemos que por muchos lustros!
Las comunidades autónomas son un excelente invento para los políticos pero para el ciudadano de a pie son causa de discriminaciones, problemas administrativos y un aumento desorbitado del gasto público. Para mantener la identidad y las lenguas gallega, vasca y catalana, no hacía falta montar todo este disparate. El país necesita descentralización, no reinos de taifas, que son agencias de colocación de familiares, amigos y correligionarios políticos, que no aportan prácticamente nada al engranaje burocrático. Los ciudadanos necesitamos funcionarios que nos atiendan a pie de calle, no diecisiete parlamentos desarrollando diecisiete leyes del suelo distintas o diecisiete directores generales de hospitales o diecisiete normativas diferentes sobre las calderas de gas domésticas. ¡Qué derroche de esfuerzos colectivo!

Volviendo a los buitres, la Comunidad de Madrid, desde 2011 en que tenía que haberlo hecho, no ha reglamentado todavía el abandono de cadáveres de animales para carroña. Será porque en los cantiles de Génova anidan colonias de Gypaetus corruptus, buitre azulado que se alimenta de papel moneda, especialmente aquel de color verde, amarillo y violeta, y no desean competencia por el sustento.

Anexo. Especies de buitres de la Penísula Ibérica.
- Gyps fulvus. Buitre leonado.
- Aegypius monachus. Buitre negro.
- Gypaetus barbatus. Quebrantahuesos.
- Gypaetus corruptus. Buitre azulado, que se alimenta de papel moneda.
- Aegypius trespercentis. Buitre con barretina. Se alimenta de papel moneda y butifarra.




El Roto

16 febrero 2018

Desvío alternativo

Jesús Ramos Alonso

Cuando nos pusimos en marcha no pensaba ni por asomo que una semana después estaría aquí. Pero así son las cosas.
Me entiendo bien con Pepe, mi suegro, y habíamos pasado unos días tranquilos, charlando y paseando, dejando a las mujeres con sus cosas.
Había hecho ese viaje muchas veces y sabía de sobra que la carretera iría cargada. Queríamos llegar a casa con tiempo suficiente para bañar al niño y cenar sin agobios Al día siguiente empezaba el cole tras las vacaciones de Navidad y tocaba madrugar.
Mi suegra se movía diligente ayudando a Elvira con los últimos preparativos mientras Pepe me repetía los archisabidos consejos.
Sal por donde “las monjas” y así te evitas el semáforo de la gasolinera, que es una trampa para elefantes.
Si Pepe, pero estoy en la reserva. O echo gasolina o…¡Hala Tinín!, da un beso a los abuelitos.
¡No seas cagaprisas, que se nos va a cortar la digestión!— saltó Elvira nerviosa.
Pero cariño, son casi las seis y tenemos tres horas largas de viaje. ¡Tú me dirás!...venga mujer, pon la bufanda al peque que está de nevar.
¡Tú no hagas nada no te vayas a herniar!— me suelta, mientras Pepe, mirándome con ojos cómplices, me ayuda a empaquetar los víveres que ha preparado mi suegra. Comida para un regimiento, la pobre debe pensar que en la ciudad se pasa mucha hambre.
Cada vez que el semáforo de la gasolinera se ponía rojo mi cara se volvía un poco más amarilla con las tarascadas de Elvira: “que si todos los viajes lo mismo”, “que si te da igual el niño”, “que si...
Superado el semáforo nos pusimos a la cola en la gasolinera y eran más de las siete cuando, por fin, enfilábamos la general.
¡Si por una vez en tu vida hubieras hecho caso a mi padre, ya estaríamos a mitad de camino! Lleva más de sesenta años viviendo aquí y cuarenta conduciendo.
¿Tú oyes lo que te interesa verdad?— respondo —¡no tenÍa gasolina!
¿Y, qué has hecho en toda la santa semana! ¡Desde luego!…¡Lo que hay que aguantar…!
Ya en marcha procuro desconectar de las advertencias de Elvira: “cuidado con ese que se te echa encima”, “si es que vas como loco”…No tiene carnet de conducir pero parece un agente de la policía de tráfico: “has pisado la raya continua”, “no te pegues tanto al de delante”…
Una recta sin señales de tráfico ni limitaciones de velocidad me ofrece una tregua de silencio que aprovecho para añorar la placidez de la oficina, el hilo musical sonando bajito, el relajante paisaje de expedientes formando preciosos macizos montañosos, la amabilidad de las secretarias pululando por los pasillos como colibríes…
Al superar un cambio de rasante una interminable fila de coches parados me saca de mi ensoñación. Mientras reduzco la velocidad, suena chillona la voz de Elvira:
¡Frena que te tragas el camión!
La serpiente de luces rojas se enrosca hacia el horizonte por las curvas del puerto. Al poco tiempo otra culebra de luces blancas crece por detrás: el atasco está servido…Y Elvira “erre que erre”.
¡Lo ves, ya te lo dije!, ¡teníamos que haber salido esta mañana!
Pasaba el tiempo sin que aquello se moviera, ninguno de los conductores de alrededor sabía nada. La radio no daba noticia alguna del atasco, todas las emisoras hablaban de la ola de frio que hacía tiritar al país y del repunte de la violencia de género. El último suceso de esta clase, en unas fechas de marcado carácter familiar, había causado un gran impacto mediático. ¿Bastaba con ser un loco y estar muy ofuscado para acuchillar a una mujer delante de un niño pequeño, o era también necesario un poso de maldad? Pensé hacer un comentario a Elvira, pero supuse que me llamaría machista asqueroso.
A las tres horas, por fin, hablan de lo nuestro, del atasco en el puerto de Piedras Chicas. “Una nevada histórica”, dicen. El tremendo temporal hace imposible la llegada de las quitanieves y “no es previsible que se despeje la vía antes de cuarenta y ocho horas”, sentencia el locutor. La autoridad competente apela al sentido cívico de los conductores y ruega que se compartan agua y comida, dando prioridad a los más necesitados.
Menos mal que tenemos las provisiones de tu madre y gasolina para mantener la calefacción encendida— digo conciliador— ¡Aguantaremos bien!, no te preocupes.
No sé si se preocupó o no, pero despotricaba y gesticulaba como una posesa. Decidí dejarla sola un rato a ver si se desahogaba y se le pasaba el berrinche.
Ahora vuelvo— dije, cogiendo mi zamarra— Voy por noticias.
Pensaba acercarme hasta un coche, situado unos lugares por delante del nuestro, en el que me pareció haber visto caras conocidas. Pero cuando salí sentí el silencio de la noche y el fresco en la cara y noté que mi cuerpo cobraba vigor con la libertad de poder mover los brazos y desplazarme dando pasos sin que su voz me sobresaltara. Sentí una sensación parecida a esa ensoñación que he tenido a veces de volar muy cerca del suelo con solo mover los brazos. Y volé, paso a paso, remando en el aire, sin prestar atención a los coches ni a los grupos de conductores que, de pie en el arcén, intercambiaban impresiones. Tomé la primera bifurcación que encontré, una pista sin asfaltar, y seguí caminando. No sé cuánto tiempo, pero seguro que bastante porque llegó un momento que tenía mucho frio y hambre y estaba empapado.
Vi unas luces y me dirigí a ellas. Era una especie de monasterio donde unos monjes me dieron cobijo. Debían ser cartujos o algo por el estilo pues apenas hablaron conmigo ni tampoco lo hacían entre ellos.
Dos días después, cuando dejó de nevar, seguí el camino a un pueblo cercano y allí cogí un autobús hasta la estación de ferrocarril. En la cantina había una tele donde pude ver que el atasco persistía, aunque era inminente el final. Un alto responsable de la circulación vial pregonaba su inocencia; echaba balones fuera con obsceno desparpajo, al tiempo que minimizaba las incidencias: dos ancianos trasladados en helicóptero a un hospital y algún ataque de ansiedad. También hablaba de un posible desaparecido:
La mujer que ha denunciado el hecho se encuentra muy alterada— decía —, hay que considerar el asunto con cierta cautela, hasta conocer más detalles.
Espero que nunca se conozcan más detalles.
En La Coruña me enrolé en el mercante en que me encuentro ahora, con destino a Brasil.
Estoy tranquilo, sé que Elvira volverá a casa de sus padres. ¿Qué otra cosa puede hacer?
Desde mi camarote solo veo el ir y venir de los marineros trajinando silenciosos en la cubierta, y la estela de espuma que va quedando atrás…y agua por todos lados. A veces el viento interrumpe mi charla con el mar, cuando le hablo de mi hijo y le cuento que es rubio y que estará bien con sus abuelos. Sé que a Pepe le gustará tenerlo junto a él aunque no sé si será capaz de perdonarme, pero eso ya da lo mismo.
Mezcladas con el ligero traqueteo de las máquinas, las horas pasan lentas y plácidas. ¿Qué más puedo pedir?

© JULIOALONSOD leonoticias.com

15 febrero 2018

Muerte en México

Julio Sánchez Mingo


13 de febrero de 2018

Un día de la semana pasada, Mariano salió a las tres de la mañana de su oficina, en la zona financiera del paseo de la Reforma, y se dirigió a su casa, en Coyoacán. Antes de llegar, lo mataron. No he reclamado más detalles. ¿Para qué?
Era un hombretón de alrededor de treinta años, no sé si con mujer e hijos. En cualquier caso, su familia tiene que estar desolada y en absoluto estado de choque. Por lo inesperado del suceso, por la brusquedad y la violencia del hecho, por la injusticia de su desaparición. Igualmente sus amigos y su otra familia, la del día a día, sus compañeros de trabajo. Conozco personalmente a varios de ellos.
Supongo que su escritorio estará vacío. ¿Pueden trabajar en esas condiciones? Imagino lo que sentirán todos ellos, especialmente los que estuvieran con él hasta esas horas intempestivas y lo vieran marchar y lo despidieran con un cordial hasta mañana. Dolor, sorpresa, rabia. Sin terminar de creerlo, como el que está viviendo una pesadilla. Y también preocupación, por ellos mismos y por sus familias, pues un acto de esa naturaleza no es tan raro en México, un maravilloso país pero con unos niveles de violencia muy elevados.
A mí, que estoy a más de 9.000 kms de distancia, la noticia, que me dieron por teléfono, me impactó sobremanera y no puedo quitarme de la cabeza a toda esa gente próxima a Mariano, pensando lo que estará sufriendo. Me gustaría abrazarlos a todos ellos, especialmente a su madre, si es que la tenía viva todavía. Por y para ellos, con mucho afecto y ánimo de consolarlos, escribo estas líneas. Y también, en segundo lugar, para desahogarme, al poder dirigirme a mis lectores y transmitir mi pena e impotencia.

Yo deseo y confío que esa lacra que corroe la sociedad mexicana vaya, poco a poco, disminuyendo, como, afortunadamente, ha sucedido en Colombia. La humanidad va mejorando poco a poco. Hoy es mejor que hace cien años.
Esta situación de violencia, provocada por la desigualdad, la corrupción y el narcotráfico, no se puede prolongar indefinidamente, no podemos permitirlo.
Esa enfermedad social de la desigualdad, hija del capitalismo salvaje, el clasismo y la falta de oportunidades y de acceso a la educación de los más vulnerables, debe combatirse con energía, aportando cada cual su granito de arena. Sociedades más iguales, sociedades más justas son mejores para todos.

La vida es pasajera pero es lo único tangible, lo único cierto que tenemos. Por ello hay que cuidarla y respetar la de los demás.
Me rebelo cuando me dicen que la vida de las personas vale muy poco en México. Allí lo que hay, lamentablemente, es demasiada incultura, mucha desesperación, falta de un futuro digno y amable para muchas personas que las conduce a una espiral de violencia sin sentido, como la que ha terminado con el futuro feliz y prometedor de Mariano, que siempre permanecerá en nuestro pensamiento.

PD. 15 de febrero de 2018. Mariano Cedillo de los Santos estaba soltero y vivía con sus padres y su hermana.
 
PD. 12 de marzo de 2021. El culpable del crimen y sus cómplices han sido detenidos. Ver comentario más abajo. 





09 febrero 2018

Buen viaje


Blanca Barranco Sáiz


Hacía las mejores albóndigas del mundo, sin florituras, sin condimentos ni salsas. Lo que era, era. La sopa de pan y ajo era eso, el arroz con chirlas y gambas era arroz con chirlas y con gambas, sabores sencillos pero deliciosos. Como ella. No la recuerdo nunca enfadada, aunque no le agradaba la lluvia, ni tener catarro.
Le gustaba la comida, disfrutaba cada plato como si no hubiese comido nunca. Su debilidad eran las chuletillas de lechal. Tenía un apetito voraz y le disgustaba que la comida se quedase fría.
Le encantaban los bombones de licor. Y no decía no a un buen vino o incluso a un licor después del postre.

Cariñosa, pero poco besucona.
Daba buenos consejos, aunque no era amiga de meterse en la vida de los demás. Muy tranquila, muy paciente, muy independiente.
Le gustaba el sol, pero no el calor.
-Chata- me decía -¿Qué tal estás chata? ¿Estás contenta en Gales? ¿Cuándo vienes a España? Echarás de menos el sol, ¿verdad? Porque allí lo veis poco.
-Claro, yaya, el sol y la gente.
-La gente. Y a ti- debería haber dicho yo.

De pequeña me contaba historias de su infancia y juventud. Y de la guerra.
Le gustaba ir en bici con sus amigas.
Eran doce hermanos, de los que quedaban sólo seis al llegar la guerra. Se moría un hermano y a la siguiente vez una hermana, a lo que ella y su hermano Pedro bromeaban: -Ahora te toca a ti, porque toca chico-. Vaya bromas.
Estaban en guerra. Una vez, sonaron las sirenas de alarma. Ella se estaba poniendo rulos, así que no quiso bajar al sótano. Hasta que las bombas impactaron contra el edificio, cercano a Telefónica, donde vivían. Del susto bajo los escalones de tres en tres. O algo así. Desde luego ella tenía mucha más gracia contándolo. Me hacía reír con sus chascarrillos madrileños. -Que dios dijo que fuésemos hermanos, pero de primos no dijo nada...
Desde luego. Porque aunque muy comprensiva y de buen conformar, no tenía un pelo de tonta.
Una vez me regañó. No necesitó mas de dos minutos para ponerme en mi sitio, sin alzar la voz.
Era de las pocas personas que me podía arrancar una carcajada espontánea y hacerme reír con sus expresiones: -¿Pero donde se ha metido tu madre?
-Se ha ido a hacer los macarrones de mañana, yaya-. Una hora después: -Pero que hace, ¿los está bordando?. -Anda, ya termino yo la partida contigo, yaya.

Mi abuela no tenía más nietos. Tal vez ese fuera el vínculo especial que nos unía. O, tal vez, que éramos muy parecidas en algunas cosas. Quizá que también era mi madrina, y claro, la madre de mi madre. Qué sé yo.

Sus ojos vieron mucho cambio en el mundo, en España y en Madrid. Su Madrid. Eso cuando todavía veía. Cuando ya no tanto, reconocía las estaciones de metro por los azulejos del suelo: -Mira, en Estrella los azulejos forman una estrella, en Artilleros, los eslabones de una cadena, en Vinateros, copas. Aquí nos bajamos-. Cuando supe leer se las deletreaba yo. Los avisos acústicos de próxima estación vinieron después.

Le gustaba escuchar la radio antes de dormir, el transistor. Gracias a él estaba al día de casi todo. La cabeza le funcionaba de maravilla.

Recuerdo sus casas, la de Burgos y la de Madrid. De pequeña no me aburría cuando pasaba con ella veranos, vacaciones o fines de semana. Todos sus cacharritos me fascinaban, las fotos antiguas…
Íbamos por agua a la fuente de los Pisones. Era una mujer menuda, pero ágil y fuerte, que podía cargar con varias garrafas de agua y una niña pequeña. Menuda mujer.
Caminaba muchísimo, a paso veloz. Hacíamos carreras, cruzábamos la vía del tren, esperábamos para verlo pasar. Íbamos a la pastelería, me compraba un paraguas de chocolate, íbamos a misa. -Yaya yaya, ¡el tren! ¡Qué viene el tren!.
Jugábamos a las cartas, me contaba chistes de Góngora y Quevedo.

Últimamente me contaba más cosas de ella como madre y hablábamos de las niñas. Aunque ya me oía poco. -Que lata ser viejo. Yo tantos años no los quiero, pa'l gato-. Si algo no le gustaba, -pa'l gato-, y si ya era muy malo -ni pa'l gato-.
El año que viene cumpliría 100 años.
Me equivocaba cuando pensaba que sentiría alivio cuando llegase el momento, pues ella ya hacía tiempo que quería marchar, aunque no se quejaba, ni mucho menos. Afrontaba esta etapa con deportividad.

Bueno yaya, por fin descansas. Me alegro por tí, te lo has ganado, pero yo te voy a echar mucho de menos.


02 febrero 2018

En pantalón corto

Julio Sánchez Mingo

A las supermujeres españolas de la posguerra, en reconocimiento a su trabajo, sacrificio personal, plena dedicación y contribución a la sociedad

Ahora la ropa es de usar y tirar. Sólo así se entiende el éxito económico que ha alcanzado una gigantesca tienda de ropa de mercadillo que han montado unos irlandeses en la Gran Vía, en uno de sus edificios más emblemáticos. Allí estuvieron los Almacenes Madrid-París, que yo no conocí y que dieron nombre al inmueble, Sepu, popular comercio de oportunidades y el cine Imperial, donde, en sesión continua, de chaval, vi, cuando la estrenaron, Lawrence de Arabia, una de mis películas favoritas.

Nuestra ropa, la de los niños, mi hermana y yo, la confeccionaba mi madre, incluso los abriguitos. Por este motivo, eran continuas las visitas a pañerías como Zorrilla, de Serrano, 2 y Preciados, 18, ó Palao, de Tetuán, 23, esquina a Carmen, donde se encuentra ahora una tienda del Real Madrid, que vende las camisetas de Cristiano Ronaldo a 135 €, mientras un niqui de algodón lo comercializan los irlandeses por 3,5 €. ¡Disparatada sociedad de consumo!
Recuerdo un buen corte de lana de cuadros príncipe de Gales con el que me hicieron unos pantalones cortos. Era un diseño que estaba muy de moda entonces. De hecho, no hacía tantos años que el errante duque de Windsor lo había popularizado con sus impecable trajes, siendo príncipe heredero, antes de ascender al trono y abdicar, al poco tiempo, para casarse con Wallis Simpson.

Para marcar las prendas de abrigo infantiles, y evitar cambiazos en el colegio, mi madre les cosía una etiqueta con la marca Julima. Tanto es así, que una tía mía fue a su suegro, mi abuelo paterno, con el cuento: -Ay que ver. Compran ropa de marca a los niños. ¡Qué lujos!
Sin embargo, las camisas de mi padre las hacía una camisera de la calle del Barco, que tenía el taller en su propia casa, una infravivienda en un primer piso, donde yo, siendo mozalbete, casi tocaba el techo con la cabeza.

Los trajes de caballero eran tarea de sastre, aunque, por aquel entonces, los grandes almacenes empezaban a introducir sus modelos de confección en serie, obviamente mucho más baratos.
La hechura de blusas y faldas de las señoras era faena doméstica y las agujas de punto, con las que se tejía todo tipo de vestimenta, eran ¡omnipresentes¡ La cantidad de veces que habremos ayudado a nuestras madres, con los bracitos extendidos en paralelo, a deshacer las madejas de lana y devanar los ovillos.

Chaqueta de punto tejida a mano. J. S. M.

Había muchas mujeres muy aficionadas al ganchillo y al bordado, con los que creaban verdaderas obras de arte, empezando por el embozo de las sábanas, que se hacían también en el hogar, con la ayuda de la máquina de coser. ¡Ay, la Singer de mi madre!
Ella se hacía sus propios vestidos, tomando el diseño de los modelos y patrones de la revista Burda. Calcaba éstos sobre papel seda, adaptándolos a sus medidas, y cortaba la tela, prendida con alfileres. Después a hilvanar y coser, a mano o con la Singer.

J. S. M.
También diseñó, compró la tela e hizo su propio vestido de novia, un modelo espectacular, de larga cola. Una cuñada la ayudó a coserlo.

Qué guapa estaba la novia con su vestido de cola larga, hecho en casa. Madrid, 1948
Todos recordamos el cartel de Se cogen puntos a las medias, en las puertas y escaparates de las mercerías. ¡Qué manera de dejarse la vista en aquella ingrata y mal pagada labor!

Los chicos íbamos en pantalón corto, nevara o tronara, y gastábamos calcetines. Excepto un querido compañero, lamentablemente ahora un poco distanciado, que vestía medias azules hasta justo debajo de las rodillas. Quizá por ello ha alcanzado el Olimpo de la clase empresarial, como consejero de un gran banco.
No estrené pantalón largo hasta poco después de cumplir los trece años, un día del mes de septiembre en que acudí al cine Coliseum a ver La familia y uno más.
En mi colegio, hasta los diez años, nos cubrían con un babi, blanco en la escuela materna, azul marino en la escuela elemental. Las niñas usaban babi en la infancia y, pobres, un monjil uniforme, de un horroroso azul grisáceo y ridículo corbatín, en la adolescencia. Lo mismo que ahora, que, cuando empieza a arreciar el calor, acuden a las aulas con un pantaloncito corto y una camiseta de tirantes, mostrando, ufanas, el canalillo.






Mi madre me hacía los pantalones cortos sin bolsillos, para abreviar y por la dificultad añadida que comportaban. A los chavales nos encantaban para poder guardar todo tipo de tesoros y caminar, como pequeños facinerosos, con las manos en las faltriqueras.
Aún recuerdo: -Anda, mamá, los próximos házmelos con bolsillos.
¡Cuánto la echo de menos!