23 junio 2017

La imprevisible novia de Arturo
Javier de Prada Pareja


Sentado en la terraza de un bar cualquiera, una tarde bochornosa del verano madrileño. Begoña, mi novia, se retrasa y empiezo a impacientarme. ¡Odio la falta de puntualidad! Sobre todo porque yo no me la permito nunca; y sin embargo compruebo con demasiada frecuencia que los demás no conceden ninguna importancia al hecho de hacerte esperar unos cuantos minutos, según su propia conveniencia. Begoña, naturalmente, no es una excepción; y me resulta imposible hacerle comprender lo insufribles que se me hacen los largos minutos que gracias a su capricho he de perder día sí y día también.
No hace mucho leí un relato de ficción1 en el que uno de los personajes, tras verse sometido a la inacción durante unos treinta minutos por el retraso injustificado de un compañero, una vez llegado éste, le hizo esperar un periodo de tiempo idéntico, antes de iniciar, los dos, las tareas para las que se habían reunido. Ni que decir tiene que el personaje en cuestión era oriental –japonés para más señas–, y que el relato, naturalmente, contenía una buena dosis de humor. No obstante a mí me pareció enseguida una actitud completamente justificada y llena de sabiduría, y en más de una ocasión he estado tentado de ponerla en práctica, aunque al final ha predominado en mí una indolente tolerancia; cuyo único resultado ha sido el de tener que someterme continuamente la desconsideración de los demás.
Por fin aparece Begoña, veinte minutos tarde y sin inmutarse, con la mayor naturalidad del mundo. En un primer momento siento un deseo irrefrenable de lanzarme sobre su blanco e indefenso cuello, sobre todo porque ayer mismo, debido a una idéntica circunstancia, tuvimos una fuerte discusión que se prolongó durante casi una hora, y cuyo principal efecto fue el de amargarnos la tarde, a los dos, tras los inútiles reproches, las ligeras e infundadas promesas de rectificación por su parte, y alguna voz más alta que la otra, que también la hubo. Tras ese primer impulso que acabo de mencionar, compruebo que carece absolutamente de sentido repetir la misma estrategia del día anterior, ya que amargarme de nuevo e inútilmente la jornada, me resulta lindante con el masoquismo; de manera que en fracciones de segundo y de forma semi-inconsciente pasan por mi cabeza otras posibilidades:
  • 1.- Asesinarla, en efecto, ya sea mediante el procedimiento de estrangulación, inicialmente considerado, o haciendo gala de una mayor sofisticación y planeando un envenenamiento que termine con ella de una manera lenta y dolorosa.
  • 2.- Considerados los inconvenientes del punto anterior, y teniendo en cuenta que, la casi segura incomprensión de los demás me acarrearía consecuencias excesivamente gravosas, queda la posibilidad de cortar lisa y llanamente la relación que me une con Begoña, de una manera tajante e inmediata, en el momento en que ella llegue junto a mí, y sin dar siquiera tiempo a los habituales y cariñosos saludos.
  • 3.- Apropiarme del ingenioso procedimiento punitivo, inventado para estas situaciones por el autor del relato al que me he referido antes, y así obligar a Begoña a estar junto a mí los siguientes veinte minutos en un mutismo absoluto y sometida a total inactividad. Éste es el punto más complicado de llevar a la práctica puesto que estoy seguro de que Begoña utilizaría sus mil y un recursos para sacarme de mis casillas, y al final todo se convertiría en una repetición de la situación de ayer, es decir, la de amargarnos la tarde tras una hora de inútil discusión.
  • 4.- No hacer nada.
Tras el instantáneo examen de las posibilidades anteriores elijo, no sé si por puro sentido práctico, por indolencia o por cobardía, la posibilidad 4. Y así beso el piquito de Begoña que ella me ofrece con irritante naturalidad y paso a otro asunto que aleja de mi cabeza el enfado anterior.
Estaba mirando la cartelera. Ya que no tenemos nada especial que hacer, podríamos ir al cine. – Le propongo con normalidad.
Antes de nada, por favor, pídeme algo fuerte; he venido en metro, y entre la aglomeración de gente y el calor, estoy medio asfixiada y necesito reanimarme. – Contesta ella.
Hago una señal con la mano al chico sudamericano que atiende las mesas y le pido una CocaCola Zero –esa es la idea que tiene Begoña de lo que es “algo fuerte”–, que no tarda mucho en estar sobre la mesa, a disposición de la mano temblorosa de mi sufrida chica.
En ese momento sin embargo suena el móvil, de manera quizás sumamente oportuna. Es mi amigo Arturo que nos propone reunirnos con él y su reciente novia Myriam para pasar juntos la tarde. Cuando cuelgo, Begoña, que ha oído toda la conversación, dice:
Era Arturo ¿verdad? No habrás quedado con ellos. Sabes que no soporto a esa nueva amiga suya que parece gustarle tanto, pero que es una esnob insufrible.
No seas así, mujer. Sabes que Arturo es uno de mis mejores amigos; y además hemos pasado con él un montón de buenos momentos.
No te lo discuto. Pero eso fue antes de que empezase a salir con esa Myriam o como se llame su nueva novia.
- Reconozco que Myriam es un poco peculiar, pero … – Digo yo intentando quitar importancia al asunto.
- ¿A qué llamas tú peculiar? ¿A estar todo el tiempo hablando de prácticas meditativas orientales? ¿O a que de vez en cuando, y en los momentos más inesperados, se arranque a canturrear uno de esos mantras que, según dice, la ponen en conexión y armonía instantánea con el universo entero?
La verdad es que Begoña tenía razón. La tal Myriam era más rara que un perro verde, como se suele decir; y más que una esnob, como la había calificado mi novia, cabría pensar de ella que estaba algo desequilibrada. No obstante desde hacía un par de meses había conseguido enamorar a Arturo, de manera incomprensible para nosotros, ya que nuestro amigo había sido desde siempre la persona más natural y animada del mundo. Ahora sin embargo, bajo la influencia de su chica, había empezado él también a interesarse por todo tipo de prácticas semi-místicas y esotéricas, de diversa procedencia, y que según ellos tenían los más variados efectos sobre nuestro cuerpo y nuestro espíritu. A pesar de todo Arturo continuaba siendo una persona de trato agradable, y su fiebre momentánea por el esoterismo no había alterado todavía su comportamiento mundano, al contrario de lo que con demasiada frecuencia exhibía su novia. Por otra parte yo no quería indisponerme con mi amigo, además de que no teníamos ningún plan definido para aquella tarde, por lo que, tras unos minutos más de discusión, terminé por convencer a Begoña de que nos reuniéramos con la peculiar pareja, según había yo convenido con Arturo unos minutos antes.

Cuando llegamos al centro comercial de “La Vaguada” –punto de reunión convenido previamente–, era todavía una hora temprana de la tarde, y como estábamos en pleno verano, el calor apretaba de lo lindo. Después de los protocolarios besos y saludos decidimos sentarnos, las dos parejas, al aire libre, en la terraza de una cafetería, con el fin de tomar algo fresco mientras planeábamos cómo pasar el resto de la tarde. A nuestro alrededor la agitación y el bullicio eran considerables. Mucha gente estaba de vacaciones y los turistas inundaban las zonas principales de Madrid. Había bastante gente por la calle; los locales de copas o de tapeo estaban a rebosar, y la circulación en el punto más álgido del día. De manera que el bullicio y el alboroto general empezaban a convertirse en algo molesto; pero desde luego no era nada anormal en esas fechas, a esas horas del día y en el lugar en que nos hallábamos. Para Myriam, la compañera de Arturo, sin embargo la situación parece que resultó insoportable. Al principio sólo notamos que participaba cada vez menos en la conversación y su talante se iba haciendo más serio y concentrado. De repente, sin decir una sola palabra, se levantó de la mesa, y con toda parsimonia se dirigió al semáforo más próximo a nosotros, donde en ese momento los coches estaban parados, esperando a que la gente terminase de cruzar. Ella, con total naturalidad caminó despacio hasta situarse en mitad de la calzada, donde para sorpresa de todos los presentes y bochorno nuestro, se sentó en el suelo, adoptó la postura del loto y cerró los ojos, permaneciendo inmóvil y ajena a los pitidos de los coches y los improperios de los conductores. Éstos, en cuanto el semáforo se puso en verde, pretendían con inocencia continuar su marcha sin tener que aplastar a la insospechada meditadora, –aunque estoy seguro de que más de uno se planteó la posibilidad de ignorar la presencia de aquella extravagante individua y arrancar el coche, fuesen cuales fueran las consecuencias– por lo que su enfado era monumental. Entre los viandantes, los comentarios y las hipótesis, se movían entre lo divertido y lo sarcástico. Hubo quien sospechó una estratagema por parte del ayuntamiento para atraer turistas, otros una campaña publicitaria de algún producto de una multinacional extranjera, los más aviesos una broma de cámara oculta, y entre los más leídos apareció la conjetura de que se tratase de alguna manifestación artística de vanguardia o una performance. Nadie desde luego acertó con las verdaderas motivaciones de nuestra amiga Myriam.
Mientras tanto, la tez de Arturo, al ver la situación en que su chica se había colocado voluntariamente, adquirió una coloración próxima a la de un albino, y sus ojos, casi desorbitados, se dirigieron a los nuestros en busca de algún asidero que paliara su estupor. Ante la imposibilidad de encontrar una explicación racional para la situación que se había creado, tras el inicial momento de desorientación, los tres, casi al unísono, saltamos hacia el cuerpo físico –que no el astral que seguramente se encontraba en alguna región celeste– de Myriam, temerosos de encontrarnos ya al llegar, nada más que los pobres despojos de la desdichada criatura, apisonados por las máquinas de los inmisericordes automovilistas. Afortunadamente tuvimos tiempo de llegar junto a ella y agarrarla, Arturo y yo, por debajo de ambas axilas para transportarla en volandas –sin que ella deshiciese su postura y ni tan siquiera abriera los ojos–, sana y salva de regreso a su silla en la terraza del bar. Allí nos resultó difícil hacerla volver a nuestro vulgar y cotidiano mundo, ya que se empeñaba en continuar –sobre la silla– como una estatua viviente, sin inmutarse y sin pestañear; eso sí, manteniendo un ritmo absolutamente regular en su respiración. Cuando por fin conseguimos que renunciara, momentáneamente al menos, a su trascendental meditación, comprendimos cuán lejos nos encontrábamos –según ella– del elevado estado espiritual de la novia de Arturo. Así ella comenzó a lanzarnos todo tipo de improperios y después nos atribuyó la responsabilidad completa por el fracaso de su maniobra, que al parecer debería haber tenido importantísimas consecuencias en el orden natural y universal, y cuyo sentido pasó a explicarnos a continuación.
Por lo visto, el jaleo y la confusión propias de los lugares urbanos a determinadas horas del día constituye una muy perjudicial perturbación para la marcha normal de la energía espiritual del mundo, a la que ella se refería como el Chi Cósmico. Aquella tarde sentada con nosotros en la terraza de aquel centro comercial, Myriam había empezado a sentirse mal sin ningún motivo aparente; sin embargo no había tardado mucho en comprender que lo que la alteraba interiormente no era sino esa perturbación del mencionado Chi Cósmico que en aquel momento alcanzaba cotas muy elevadas por la locura de aquella aglomeración urbana que estaba teniendo lugar alrededor nuestro. El excesivo número de coches que se empeñaban en transitar por una vía a todas luces insuficiente para todos ellos; la esquizofrenia consumista de la gente que atiborraba los comercios, y la alienación de quienes, con viandas, alcohol o músicas estridentes, pretendían compensar la trivialidad de sus existencias, eran para ella la causa más que evidente de ese malestar interior que el universo le enviaba, instándola a poner algún remedio, aunque sólo fuera momentáneo, y dar además testimonio de la locura de la vida moderna. Ella había recordado en ese momento la historia de un maestro zen de la antigüedad, en la lejana China, que por medio de la sola meditación había conseguido restablecer la paz y el orden del Chi Cósmico en una remota región de su país donde la alteración de esa fuerza se revelaba a través de una prolongada sequía. Después de tres días de ayunos, rezos y meditaciones, el sabio había logrado recomponer el orden universal y la nieve había caído abundante sobre el país, manifestando así, en el mundo exterior, la paz interna restablecida2.
Myriam al parecer había comprendido al instante que esa inspiración no era casual y que ella había sido elegida para cumplir, en la enloquecida ciudad occidental en que nos encontrábamos, un papel análogo al del sabio maestro chino en su remoto país. Y, ni corta ni perezosa y sin pensárselo dos veces, adoptó como todos habíamos visto la misma estrategia espiritual, de eficacia probada –según ella–, para acabar en un santiamén con el caos urbanístico que nos rodeaba. Su contrariedad y enfado con nosotros eran además importantes, ya que decía no haber corrido en ningún momento ni el más mínimo peligro físico –a pesar de haberse sentado imprudentemente en mitad de la calzada–, y además lo que inicialmente eran el desconcierto y el enfado que su actitud había provocado entre conductores y peatones, se habría convertido, a poco que la hubiéramos dejado actuar, en armonía y paz. Así, los coches se habrían distribuido voluntariamente y de manera ordenada por las vías adyacentes o habrían renunciado a seguir su marcha, para no embotar la circulación. Los compradores compulsivos de los comercios habrían sentido el súbito arranque de volver a sus hogares o donar su dinero para causas benéficas. En las discotecas se habría sustituido el rock y el heavy por músicas exóticas y espirituales, mucho más reconfortantes para el alma, y en fin todo habría alcanzado un orden más humano y satisfactorio. Nosotros, en cambio, –según sus alteradas palabras– habíamos decidido violentar su libertad individual y abortar su altruista acción de una manera totalmente arbitraria e injustificada, típica del prepotente espíritu occidental. Tras lo cual pasó a anticiparnos que, en virtud de inexorables y ocultas leyes del universo y la vida, nosotros mismos sufriríamos en los días próximos las consecuencias de nuestro irresponsable modo de actuar, en la forma y lugar más inesperados.
Dicho lo cual, Myriam optó por marcharse sin despedirse siquiera del desconsolado Arturo, y dejándonos a todos con la boca abierta y sin saber cómo reaccionar.

1 TUSSET, Pablo, Sakamura, Corrales y los muertos rientes, Ediciones Destino, Barcelona 2009

2 Este episodio del sabio chino es real y fue recogido por el sinólogo Richard Wilhelm. Puede leerse en: JUNG, Carl Gustav. Los complejos y el inconsciente, Alianza Editorial, Madrid 1986, p. 401.

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