28 junio 2017

Exposición de pinturas de Gonzalo Silván

El próximo domingo 2 de julio, a las 12:00, se inaugura una muestra de obras del pintor Gonzalo Silván en el Centro de Arte La Fuente, sala de exposiciones del Ayuntamiento de Mojácar (Almería), situada en la cuesta de la Fuente de la población mojaquera.

La exhibición permanecerá abierta hasta el día 15 del mismo mes.


23 junio 2017

La imprevisible novia de Arturo
Javier de Prada Pareja


Sentado en la terraza de un bar cualquiera, una tarde bochornosa del verano madrileño. Begoña, mi novia, se retrasa y empiezo a impacientarme. ¡Odio la falta de puntualidad! Sobre todo porque yo no me la permito nunca; y sin embargo compruebo con demasiada frecuencia que los demás no conceden ninguna importancia al hecho de hacerte esperar unos cuantos minutos, según su propia conveniencia. Begoña, naturalmente, no es una excepción; y me resulta imposible hacerle comprender lo insufribles que se me hacen los largos minutos que gracias a su capricho he de perder día sí y día también.
No hace mucho leí un relato de ficción1 en el que uno de los personajes, tras verse sometido a la inacción durante unos treinta minutos por el retraso injustificado de un compañero, una vez llegado éste, le hizo esperar un periodo de tiempo idéntico, antes de iniciar, los dos, las tareas para las que se habían reunido. Ni que decir tiene que el personaje en cuestión era oriental –japonés para más señas–, y que el relato, naturalmente, contenía una buena dosis de humor. No obstante a mí me pareció enseguida una actitud completamente justificada y llena de sabiduría, y en más de una ocasión he estado tentado de ponerla en práctica, aunque al final ha predominado en mí una indolente tolerancia; cuyo único resultado ha sido el de tener que someterme continuamente la desconsideración de los demás.
Por fin aparece Begoña, veinte minutos tarde y sin inmutarse, con la mayor naturalidad del mundo. En un primer momento siento un deseo irrefrenable de lanzarme sobre su blanco e indefenso cuello, sobre todo porque ayer mismo, debido a una idéntica circunstancia, tuvimos una fuerte discusión que se prolongó durante casi una hora, y cuyo principal efecto fue el de amargarnos la tarde, a los dos, tras los inútiles reproches, las ligeras e infundadas promesas de rectificación por su parte, y alguna voz más alta que la otra, que también la hubo. Tras ese primer impulso que acabo de mencionar, compruebo que carece absolutamente de sentido repetir la misma estrategia del día anterior, ya que amargarme de nuevo e inútilmente la jornada, me resulta lindante con el masoquismo; de manera que en fracciones de segundo y de forma semi-inconsciente pasan por mi cabeza otras posibilidades:
  • 1.- Asesinarla, en efecto, ya sea mediante el procedimiento de estrangulación, inicialmente considerado, o haciendo gala de una mayor sofisticación y planeando un envenenamiento que termine con ella de una manera lenta y dolorosa.
  • 2.- Considerados los inconvenientes del punto anterior, y teniendo en cuenta que, la casi segura incomprensión de los demás me acarrearía consecuencias excesivamente gravosas, queda la posibilidad de cortar lisa y llanamente la relación que me une con Begoña, de una manera tajante e inmediata, en el momento en que ella llegue junto a mí, y sin dar siquiera tiempo a los habituales y cariñosos saludos.
  • 3.- Apropiarme del ingenioso procedimiento punitivo, inventado para estas situaciones por el autor del relato al que me he referido antes, y así obligar a Begoña a estar junto a mí los siguientes veinte minutos en un mutismo absoluto y sometida a total inactividad. Éste es el punto más complicado de llevar a la práctica puesto que estoy seguro de que Begoña utilizaría sus mil y un recursos para sacarme de mis casillas, y al final todo se convertiría en una repetición de la situación de ayer, es decir, la de amargarnos la tarde tras una hora de inútil discusión.
  • 4.- No hacer nada.
Tras el instantáneo examen de las posibilidades anteriores elijo, no sé si por puro sentido práctico, por indolencia o por cobardía, la posibilidad 4. Y así beso el piquito de Begoña que ella me ofrece con irritante naturalidad y paso a otro asunto que aleja de mi cabeza el enfado anterior.
Estaba mirando la cartelera. Ya que no tenemos nada especial que hacer, podríamos ir al cine. – Le propongo con normalidad.
Antes de nada, por favor, pídeme algo fuerte; he venido en metro, y entre la aglomeración de gente y el calor, estoy medio asfixiada y necesito reanimarme. – Contesta ella.
Hago una señal con la mano al chico sudamericano que atiende las mesas y le pido una CocaCola Zero –esa es la idea que tiene Begoña de lo que es “algo fuerte”–, que no tarda mucho en estar sobre la mesa, a disposición de la mano temblorosa de mi sufrida chica.
En ese momento sin embargo suena el móvil, de manera quizás sumamente oportuna. Es mi amigo Arturo que nos propone reunirnos con él y su reciente novia Myriam para pasar juntos la tarde. Cuando cuelgo, Begoña, que ha oído toda la conversación, dice:
Era Arturo ¿verdad? No habrás quedado con ellos. Sabes que no soporto a esa nueva amiga suya que parece gustarle tanto, pero que es una esnob insufrible.
No seas así, mujer. Sabes que Arturo es uno de mis mejores amigos; y además hemos pasado con él un montón de buenos momentos.
No te lo discuto. Pero eso fue antes de que empezase a salir con esa Myriam o como se llame su nueva novia.
- Reconozco que Myriam es un poco peculiar, pero … – Digo yo intentando quitar importancia al asunto.
- ¿A qué llamas tú peculiar? ¿A estar todo el tiempo hablando de prácticas meditativas orientales? ¿O a que de vez en cuando, y en los momentos más inesperados, se arranque a canturrear uno de esos mantras que, según dice, la ponen en conexión y armonía instantánea con el universo entero?
La verdad es que Begoña tenía razón. La tal Myriam era más rara que un perro verde, como se suele decir; y más que una esnob, como la había calificado mi novia, cabría pensar de ella que estaba algo desequilibrada. No obstante desde hacía un par de meses había conseguido enamorar a Arturo, de manera incomprensible para nosotros, ya que nuestro amigo había sido desde siempre la persona más natural y animada del mundo. Ahora sin embargo, bajo la influencia de su chica, había empezado él también a interesarse por todo tipo de prácticas semi-místicas y esotéricas, de diversa procedencia, y que según ellos tenían los más variados efectos sobre nuestro cuerpo y nuestro espíritu. A pesar de todo Arturo continuaba siendo una persona de trato agradable, y su fiebre momentánea por el esoterismo no había alterado todavía su comportamiento mundano, al contrario de lo que con demasiada frecuencia exhibía su novia. Por otra parte yo no quería indisponerme con mi amigo, además de que no teníamos ningún plan definido para aquella tarde, por lo que, tras unos minutos más de discusión, terminé por convencer a Begoña de que nos reuniéramos con la peculiar pareja, según había yo convenido con Arturo unos minutos antes.

Cuando llegamos al centro comercial de “La Vaguada” –punto de reunión convenido previamente–, era todavía una hora temprana de la tarde, y como estábamos en pleno verano, el calor apretaba de lo lindo. Después de los protocolarios besos y saludos decidimos sentarnos, las dos parejas, al aire libre, en la terraza de una cafetería, con el fin de tomar algo fresco mientras planeábamos cómo pasar el resto de la tarde. A nuestro alrededor la agitación y el bullicio eran considerables. Mucha gente estaba de vacaciones y los turistas inundaban las zonas principales de Madrid. Había bastante gente por la calle; los locales de copas o de tapeo estaban a rebosar, y la circulación en el punto más álgido del día. De manera que el bullicio y el alboroto general empezaban a convertirse en algo molesto; pero desde luego no era nada anormal en esas fechas, a esas horas del día y en el lugar en que nos hallábamos. Para Myriam, la compañera de Arturo, sin embargo la situación parece que resultó insoportable. Al principio sólo notamos que participaba cada vez menos en la conversación y su talante se iba haciendo más serio y concentrado. De repente, sin decir una sola palabra, se levantó de la mesa, y con toda parsimonia se dirigió al semáforo más próximo a nosotros, donde en ese momento los coches estaban parados, esperando a que la gente terminase de cruzar. Ella, con total naturalidad caminó despacio hasta situarse en mitad de la calzada, donde para sorpresa de todos los presentes y bochorno nuestro, se sentó en el suelo, adoptó la postura del loto y cerró los ojos, permaneciendo inmóvil y ajena a los pitidos de los coches y los improperios de los conductores. Éstos, en cuanto el semáforo se puso en verde, pretendían con inocencia continuar su marcha sin tener que aplastar a la insospechada meditadora, –aunque estoy seguro de que más de uno se planteó la posibilidad de ignorar la presencia de aquella extravagante individua y arrancar el coche, fuesen cuales fueran las consecuencias– por lo que su enfado era monumental. Entre los viandantes, los comentarios y las hipótesis, se movían entre lo divertido y lo sarcástico. Hubo quien sospechó una estratagema por parte del ayuntamiento para atraer turistas, otros una campaña publicitaria de algún producto de una multinacional extranjera, los más aviesos una broma de cámara oculta, y entre los más leídos apareció la conjetura de que se tratase de alguna manifestación artística de vanguardia o una performance. Nadie desde luego acertó con las verdaderas motivaciones de nuestra amiga Myriam.
Mientras tanto, la tez de Arturo, al ver la situación en que su chica se había colocado voluntariamente, adquirió una coloración próxima a la de un albino, y sus ojos, casi desorbitados, se dirigieron a los nuestros en busca de algún asidero que paliara su estupor. Ante la imposibilidad de encontrar una explicación racional para la situación que se había creado, tras el inicial momento de desorientación, los tres, casi al unísono, saltamos hacia el cuerpo físico –que no el astral que seguramente se encontraba en alguna región celeste– de Myriam, temerosos de encontrarnos ya al llegar, nada más que los pobres despojos de la desdichada criatura, apisonados por las máquinas de los inmisericordes automovilistas. Afortunadamente tuvimos tiempo de llegar junto a ella y agarrarla, Arturo y yo, por debajo de ambas axilas para transportarla en volandas –sin que ella deshiciese su postura y ni tan siquiera abriera los ojos–, sana y salva de regreso a su silla en la terraza del bar. Allí nos resultó difícil hacerla volver a nuestro vulgar y cotidiano mundo, ya que se empeñaba en continuar –sobre la silla– como una estatua viviente, sin inmutarse y sin pestañear; eso sí, manteniendo un ritmo absolutamente regular en su respiración. Cuando por fin conseguimos que renunciara, momentáneamente al menos, a su trascendental meditación, comprendimos cuán lejos nos encontrábamos –según ella– del elevado estado espiritual de la novia de Arturo. Así ella comenzó a lanzarnos todo tipo de improperios y después nos atribuyó la responsabilidad completa por el fracaso de su maniobra, que al parecer debería haber tenido importantísimas consecuencias en el orden natural y universal, y cuyo sentido pasó a explicarnos a continuación.
Por lo visto, el jaleo y la confusión propias de los lugares urbanos a determinadas horas del día constituye una muy perjudicial perturbación para la marcha normal de la energía espiritual del mundo, a la que ella se refería como el Chi Cósmico. Aquella tarde sentada con nosotros en la terraza de aquel centro comercial, Myriam había empezado a sentirse mal sin ningún motivo aparente; sin embargo no había tardado mucho en comprender que lo que la alteraba interiormente no era sino esa perturbación del mencionado Chi Cósmico que en aquel momento alcanzaba cotas muy elevadas por la locura de aquella aglomeración urbana que estaba teniendo lugar alrededor nuestro. El excesivo número de coches que se empeñaban en transitar por una vía a todas luces insuficiente para todos ellos; la esquizofrenia consumista de la gente que atiborraba los comercios, y la alienación de quienes, con viandas, alcohol o músicas estridentes, pretendían compensar la trivialidad de sus existencias, eran para ella la causa más que evidente de ese malestar interior que el universo le enviaba, instándola a poner algún remedio, aunque sólo fuera momentáneo, y dar además testimonio de la locura de la vida moderna. Ella había recordado en ese momento la historia de un maestro zen de la antigüedad, en la lejana China, que por medio de la sola meditación había conseguido restablecer la paz y el orden del Chi Cósmico en una remota región de su país donde la alteración de esa fuerza se revelaba a través de una prolongada sequía. Después de tres días de ayunos, rezos y meditaciones, el sabio había logrado recomponer el orden universal y la nieve había caído abundante sobre el país, manifestando así, en el mundo exterior, la paz interna restablecida2.
Myriam al parecer había comprendido al instante que esa inspiración no era casual y que ella había sido elegida para cumplir, en la enloquecida ciudad occidental en que nos encontrábamos, un papel análogo al del sabio maestro chino en su remoto país. Y, ni corta ni perezosa y sin pensárselo dos veces, adoptó como todos habíamos visto la misma estrategia espiritual, de eficacia probada –según ella–, para acabar en un santiamén con el caos urbanístico que nos rodeaba. Su contrariedad y enfado con nosotros eran además importantes, ya que decía no haber corrido en ningún momento ni el más mínimo peligro físico –a pesar de haberse sentado imprudentemente en mitad de la calzada–, y además lo que inicialmente eran el desconcierto y el enfado que su actitud había provocado entre conductores y peatones, se habría convertido, a poco que la hubiéramos dejado actuar, en armonía y paz. Así, los coches se habrían distribuido voluntariamente y de manera ordenada por las vías adyacentes o habrían renunciado a seguir su marcha, para no embotar la circulación. Los compradores compulsivos de los comercios habrían sentido el súbito arranque de volver a sus hogares o donar su dinero para causas benéficas. En las discotecas se habría sustituido el rock y el heavy por músicas exóticas y espirituales, mucho más reconfortantes para el alma, y en fin todo habría alcanzado un orden más humano y satisfactorio. Nosotros, en cambio, –según sus alteradas palabras– habíamos decidido violentar su libertad individual y abortar su altruista acción de una manera totalmente arbitraria e injustificada, típica del prepotente espíritu occidental. Tras lo cual pasó a anticiparnos que, en virtud de inexorables y ocultas leyes del universo y la vida, nosotros mismos sufriríamos en los días próximos las consecuencias de nuestro irresponsable modo de actuar, en la forma y lugar más inesperados.
Dicho lo cual, Myriam optó por marcharse sin despedirse siquiera del desconsolado Arturo, y dejándonos a todos con la boca abierta y sin saber cómo reaccionar.

1 TUSSET, Pablo, Sakamura, Corrales y los muertos rientes, Ediciones Destino, Barcelona 2009

2 Este episodio del sabio chino es real y fue recogido por el sinólogo Richard Wilhelm. Puede leerse en: JUNG, Carl Gustav. Los complejos y el inconsciente, Alianza Editorial, Madrid 1986, p. 401.

15 junio 2017

LA LEONA

Carmen Picazo Hernández


Corrían los primeros años del siglo XX.

La Leona era una gachí la mar de maja del barrio de Lavapiés. Había nacido en la calle del Sombrerete y fue bautizada en la parroquia de San Lorenzo. Era tan castiza y retrechera como cualquiera de las protagonistas de las zarzuelas ambientadas en la capital del reino. No se perdía ni una de las verbenas que jalonaban todo el verano de la Villa, donde era muy solicitada para bailar los chotis, polkas y demás.


Su nombre real era Leonor, pero, dado su carácter independiente y algo fiero, acabó siendo conocida en el barrio como la Leona. De momento no tenía novio, aunque había un gachó que la encandilaba. Sin embargo, un randa del barrio que estaba achicharrado por sus huesos la perseguía. La Leona, cuyo sobrenombre no había sido puesto en vano, le respondía dando zarpazos a diestro y siniestro. Pero ni por esas se amilanaba el pollo.

Él, sin embargo, siempre andaba poniéndose moños, no fuera a ser que en una de esas la Leona se rindiera, aunque bien es cierto que la temía más que a un nublado. Y mira que la Leona le decía que no le buscase cuestión, que como ella atinara a atizarle bien en cualquier momento, no le iba a salvar ni la paz ni la caridad.

El randa, que se llamaba Gregorio, cometía todas sus fechorías fuera del barrio, no fuera a ser que algún guindilla que le conociera bien y supiera donde vivía acabara por echarle el guante. Los guindillas del centro eran más lentos que la tartana del Chirri y por eso el Gregorio siempre se las apañaba para alzarse con el santo y la limosna.

Un día el Gregorio, que había andado de jarana y pimplado más de la cuenta, se atrevió a cerrar el paso a la Leona a su salida de la buñolería, donde ésta había ido para aprovisionarse del desayuno con aguardiente de toda la familia. En su osadía llegó a echarle los brazos encima. La Leona se defendió como gato panza arriba, chilló y pataleó, y al final llegaron los del orden y llevaron al Gregorio a la Prevención. Allí le conocía un guindilla, que preguntó: “¿No es este el Gregorio, el del robo de Santa Ana, el pinturero de las Vistillas?” Rápidamente le metieron en chirona para unos cuantos años, por algunos trabajitos que hiciera en su momento.

Y así fue como una prometedora carrera en la delincuencia, la del Gregorio, se vio frustrada por no haber sabido nadar y guardar la ropa y por acoso sexual. Colorín colorado, este cuento se ha acabado.

09 junio 2017

Mientras sale el tren


Jesús Ramos Alonso



Cuando se jubiló como maquinista del metro todos le decían. “qué suerte tienes Hilario, levantarte cuando quieras y hacer lo que te dé la gana”. Pero Hilario se despertaba a la hora de siempre, y a las ocho en punto ya estaba desayunando delante de la tele como un pasmarote. Nunca había leído un libro ni le veía la gracia a pegar saltitos en pantalón corto con un grupo de vejestorios, así que recorría errabundo la ciudad que le acogió cuando era un chaval y cuyas entrañas conocía tan bien. Pronto se dio cuenta de que andaba por un camino empedrado de días iguales y vacíos, que no llevaba a ninguna parte.
Cuando le flaquearon las fuerzas buscó una residencia barata en la periferia.
Una tarde en el grupo de terapia ocupacional proyectaron “La Gran Vía”, esa zarzuela en la que las calles y las plazas son personajes de carne y hueso; se quedó embobado viendo al Caballero de Gracia flirtear con la calle de Sevilla o al barrio de Pacífico buscando pelea y le causó tal impacto que empezó a imaginar vagones circulando por sus venas como si fueran las líneas del metropolitano.



Cuando acabó la función, bromeando, dijo que estaría gracioso hacer algo parecido; cada uno podía ser una calle o una plaza que reflejara su carácter. La ocurrencia dio en la diana y empezaron a repartirse los papeles. A una señora que se daba muchos aires le cayó el mote de “Princesa” y a otro que había sido mayordomo y andaba muy tieso le pusieron “Serrano”. Cada uno fue encajando en el libreto según y cómo le veía el resto. Un vejete muy irónico al que habían apodado “Quevedo”, y no precisamente por llevar gafas, dijo dirigiéndose a él,
Pues a ti te vamos a llamar “Vodafone”
Hilario sintió como si le hubieran pinchado el culo con un alfiler pero se limitó a torcer el gesto y a hacer mutis, con la esperanza de que el infausto nombrecito cayera en el olvido; Quevedo, que no le era muy simpático, tenía su séquito de incondicionales, así que pensó que resistirse habría sido peor; además todo el mundo le había oído despotricar de las franquicias extranjeras y del patrocinio de la compañía de móviles:
¡Asesinato de la puerta del sol!—había dicho entonces.
Pero el otro no perdía ocasión de endilgarle el mote: Vodafone por aquí, Vodafone por allá, en poco tiempo todo el mundo le llamaba así. Hasta que pasó lo que tenía que pasar: en un calentón, Hilario empujó el cochecito de ruedas de Quevedo por una rampa que había en el jardín, este se estampó contra un muro y le tuvieron que dar cinco puntos, aunque la peor parte se la llevó Hilario que se desmayó.
Cuando recobró el sentido, el médico le preguntó
¿Cómo estás Hilario?
Tengo algo raro en “sol”, doctor.
Señala donde—respondió el galeno, que en lugar de un fonendoscopio habría necesitado un plano de metro para atender a Hilario.
Vodafone se palpaba la línea 1 intentando reconocer la estación afectada bajo las musculosas avenidas pero…¡la estación había desaparecido!
La subida de tensión le produjo un derrame cerebral y lo que comenzó como una broma adquirió carta de naturaleza; perdió la cabeza y somatizó en su propio cuerpo la red de metro y Madrid al completo; cualquier cosa que veía en la tele la sentía en sus propias calles; si subían los índices de contaminación le entraba la tos y si se formaba un atasco por la operación salida empeoraba de la artrosis.
Estaba hospitalizado pues su vida corría peligro, pero aunque andaba ido y delirante, parecía feliz en su nuevo mundo.
En los escasos momentos de lucidez le asaltaban remordimientos de conciencia y, en uno de ellos, le dijo a la enfermera que llamaran a Quevedo. Este fue a verle un día que Hilario parecía regir, pues decía que no cagaba, en lugar de anunciar, como otras veces, una retención en Rivas-Vaciamadrid. Quevedo le llevó un recorte de periódico donde se anunciaba el final del patrocinio de la estación de metro de Sol y los dos viejos terminaron dándose un abrazo.
Cuando se quedó solo, Hilario volvió a leer la noticia mientras se llevaba la mano a la cabeza a la altura del derrame. Se acariciaba la zona como buscando algo, hasta que se detuvo en un punto haciendo una ligera presión con el dedo: una sonrisa iluminó su cara. Al poco rato, le dio otro telele que le dejó sentado en una silla. No volvió a recuperar la cordura, que por otro lado no le habría servido ya para nada y todavía hoy, inmóvil y con la mirada perdida, sigue en el metro de Sol esperando la llegada del tren.

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02 junio 2017

Convocatoria del II Premio La Foto del Verano


           A. L. R.


Se convoca el II Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid, el blog de Julio Sánchez Mingo, con arreglo a las siguientes bases:

1.- Podrán concurrir todas las personas que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad, con un máximo de 5 trabajos.

2.- Las fotografías presentadas deberá reunir las siguientes condiciones:
a) Ser originales e inéditas.
b) No haber sido premiadas ni estar participando en ningún otro certamen.
c) El tema es libre.

3.- Los originales se remitirán por correo electrónico, antes de las 24 horas del 30 de septiembre de 2017, a la dirección diariodemadrid@yahoo.com, con la mención en el asunto II Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid. En el mensaje se indicarán los siguientes datos: nombre y apellidos del autor, su dirección, teléfono, dirección de correo electrónico y títulos de las imágenes.

4.- El editor de jsanchezmingo.blogspot.com designará al Jurado. Éste estará compuesto por un mínimo de tres personas y realizará la elección final de la obra ganadora.

5.- Antes del 30 de noviembre de 2017 se publicará el fallo del Jurado en jsanchezmingo.blogspot.com. Simultáneamente será comunicado por teléfono y correo electrónico al autor ganador, en cuyo momento se le informará también del lugar de entrega del correspondiente galardón, una aguada del insigne pintor Antonio Lago Rivera (1916-1990).
El trabajo vencedor será publicado en jsanchezmingo.blogspot.com en los días sucesivos a la proclamación del resultado, junto con una selección de obras presentadas al concurso.

6.- El premio no podrá declararse desierto. La decisión del Jurado será inapelable.

7.- No se mantendrá correspondencia con los autores de los trabajos presentados desde la publicación de la convocatoria hasta después del fallo del Jurado, excepto para la aclaración de cuestiones relativas a estas bases o a la correcta recepción de los trabajos presentados a concurso. La resolución de todas las cuestiones que puedan surgir o plantearse sobre este certamen son de exclusiva competencia del editor de jsanchezmingo.blogspot.com en calidad de convocante.

8.- La participación en este concurso supone el conocimiento y aceptación de las bases que lo regulan, así como el acatamiento de cuantas decisiones adopte el editor de jsanchezmingo.blogspot.com en lo relativo a su interpretación y aplicación.

Madrid, junio de 2017

Diario de Madrid, el blog de Julio Sánchez Mingo