28 abril 2017

I Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid

Queda este instante, relato de Mar Doménech, ha resultado ganador del I Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid.
¡Enhorabuena a Mar!

Muchas gracias al resto de autores participantes por su notable aportación.

El jurado calificador ha estado compuesto por Teresa Albert, Menchu García Delgado, María Luisa Sánchez Mingo, Marisol Martínez, Gonzalo Silván Lago y César Rodríguez González, a los que se agradece su difícil labor.

En breve será entregado a Mar Doménech el correspondiente galardón, un óleo del acreditado pintor y miembro del jurado Gonzalo Silván Lago, más abajo reproducido. 


Queda este instante

Mar Doménech Morante

Estoy sentada en el coche lista para iniciar el camino que me llevará al trabajo. Son las 07:45. Me miro en el espejo retrovisor para constatar que el maquillaje que acabo de extenderme por la cara, parezca lo más natural posible. Me pinto los labios y pongo la radio. No tengo ninguna preferencia especial entre las emisoras que suelo escoger. Voy cambiando el dial aleatoriamente. Solo espero a encontrar una melodía que me agrade en ese momento. Es mi elección de música de fondo para un momento del día que he calificado como de esencial.
Tengo bien calculado la duración del trayecto: de casa al trabajo, que contrariamente a lo que podría pensarse, no es igual que del trabajo a casa. A la ida voy en dirección contraria al tráfico imposible de la ciudad donde vivo. A la vuelta no tengo tanta suerte, suelo coincidir con la salida de empleados de muchas de las oficinas situadas cercanas al lugar donde trabajo, y es en ese momento donde hay que armarse de una paciencia infinita.
Salgo temprano, porque todavía se lleva fichar en la empresa donde trabajo varias veces al día: por la mañana, marcando el comienzo de la jornada laboral; a mediodía dos veces, cuando vas a comer y cuando terminas de comer; y por la tarde, una vez cumplidas, como mínimo, con las 8 horas obligatorias. La política de la empresa es controlar la presencia de los empleados de la manera más eficiente posible. Hay cámaras por los lugares más insospechados, vamos “uniformados” con distintas tarjetas que debemos colocar en un lugar visible de nuestro cuerpo. Para acceder a la calle, a los baños, a los ascensores…traspasamos puertas de seguridad que se accionan con un lector de presencia. De esta manera es posible saber si un empleado está o no en su puesto de trabajo y lo que tarda en volver.
Quiero llegar cuanto antes para que el reloj de control demuestre con su exactitud, que he cumplido con mis horas laborales y que puedo despegar sin demora, a las 17:30 en punto. La mayor parte de los días me descubro mirando el reloj del ordenador con insistencia a partir de las 17:15. Deseo que pase ese cuarto de hora que me queda, para escapar cuanto antes. No quiero regalar ni un minuto de mi precioso tiempo a este lugar que me parece tan frío y desalentador.
El ascensor me lleva directamente al garaje de casa. Tengo un coche pequeño, eso sí, un cuatro puertas, ya que me resulta mucho más cómodo para el tipo de uso que le doy. Se trata de un utilitario sin grandes comodidades, sin pretensiones, comprado y elegido con la sola condición de que no me deje tirada nunca. Solo imaginarme en medio de la M-30 parada, con el coche echando humo o con cualquier otro tipo de avería, me da escalofríos.
Debería de llegar puntual y ponerme a hacer el trabajo que me está pidiendo a gritos que lo termine sin demora, ese trabajo que va creciendo en montones de papeles que ya no tienen control. Me limito a ir apilando y apilando y por cada papel que deposito, me vienen a la mente la cantidad de preciosos árboles que están muriendo para que mi torre siga creciendo hasta que algún día, ya no pueda más y se desmorone.
Me niego a pisar el acelerador. Voy cómodamente sentada buceando entre mis pensamientos, recorriendo con la mirada a mí alrededor, abriendo la ventanilla para que entre el frescor del aire, aunque a veces se trate de un frío intenso, disfrutando del sosiego que me proporciona el no tener que hablar con nadie, no tener que escuchar a nadie… El interior del coche se ha convertido en un oasis donde encuentro el momento del día que tiene más sentido para mí.
Reconozco que no siempre es así, a veces me invade la presión y el stress y me asalta la tentación de apretar el pedal para llegar cuanto antes. Sin desearlo, me descubro pensando en lo que ya a esas horas me está esperando: mesas con los ordenadores encendidos, compañeros inmóviles como estatuas con la mirada fija en la pantalla, teléfonos sin parar de sonar…Pero, por fortuna, es solo un instante de debilidad, miro el cielo, observo las nubes, la luz diurna, descubro nuevamente que hoy es un día para estrenar y me tomo un precioso instante en el que vuelvo a ser consciente de lo valioso de este tiempo. Vuelvo a mi mantra liberador: vive este momento.
Existen personas que adoran Madrid. Una ciudad llena de museos, cine, gentes diversas, parques…hay una oferta infinita de actividades para estar distraído, un enorme abanico de atractivas ocupaciones. Podrías estar días, semanas, meses enteros sin dejar de hacer cosas. Es muy fácil dejarse seducir por tanta variedad de posibilidades. Pero, y esto es algo indiscutible, nos falta tiempo y nos falta, sobre todo, la energía necesaria para movilizarnos y disfrutar de tanto esparcimiento.
En el asfalto, los atascos se han vuelto predecibles, las distancias se agrandan más y vivas donde vivas, te ves envuelto en el enredo de los coches, de la contaminación, del ruido…Creo, que no hay nada tan desquiciante para un urbanita que el estar metido dentro de un coche formando parte del embotellamiento en masa. Es aquí donde nos transformamos y sacamos lo peor de nosotros mismos. Solo tienes que observar de reojo, disimuladamente, al conductor que está a tu lado. Unos calman su ansiedad, mordiéndose las uñas, otros dan golpes repetitivos al volante desahogando su impotencia. No es extraño ver cómo los rostros se tensan y las bocas se agrandan exageradamente, pudiendo adivinar como las palabrotas y groserías burbujean y estallan frente a la luna del coche. En esos momentos, aparece el duende travieso que hay en mí, y se me pasa por la cabeza sacar el teléfono móvil y grabarles. Estoy segura de que, si tuvieran la oportunidad de verse, les embargaría un sentimiento de vergüenza que les haría sentir, como mínimo ridículos.
Me gusta cuando está lloviendo por las mañanas. Las gotas de lluvia impactan en el cristal del coche y poco a poco se desploman con suavidad hasta que llega un momento que ya no las veo. Dejan a su paso una estela húmeda que se va deslizando lentamente y que me recuerdan la huella metódica que dejan las lágrimas en el rostro. Apago la radio y me concentro en el sonido tranquilizador del agua. Es un ritmo constante, que varía según la intensidad con que se desprende la precipitación. La naturaleza es sorprendente. Es capaz de crear una hermosa melodía con sus propios recursos. No necesita ningún instrumento más, ningún aditivo. Es agua mágica que te transporta, con su movimiento y consonancia, a un estado de calma y meditación.
Esta media hora que permanezco en el coche, me incita a la reflexión. Aparecen en la mente, sin querer, situaciones que estoy viviendo, personajes que están vinculados a mi vida, o escenas pasadas que ya no seré capaz de recuperar jamás. Van y vienen como nubes que se pasean por el cielo infinito. Lo que marca la diferencia, con cualquier otro momento del día, es la forma en que se manifiestan. No son imágenes agresivas, ni estresantes, aunque no todas evoquen sosiego. Llegan a mí de una manera pausada y apacible. Sé que en esos momentos, me transformo en el observador que se limita a contemplar sin juzgar. Soy el espectador neutral que se limita a vivir el presente sin resistencia.
Es cuando me doy más cuenta de determinadas situaciones que vivo a diario. Como la de ciertas conversaciones que se repiten una y otra vez en ambientes laborales. Son frases hechas que, a base de tanto reproducirlas han perdido su verdadero significado. Se han convertido en coletillas aburridas que imitamos inconscientemente. El verdadero motivo no es otro, que el de rellenar de alguna manera, esa soledad que todos sentimos pero que nadie revela.
Me refiero a los comentarios típicos el primer día después del fin de semana: “Uff que mal llevo los lunes, voy a tomarme otro café a ver si me despierto”. Los miércoles los diálogos se animan un poco más: “bueno ya estamos a mitad de semana, y va quedando menos para el viernes”; y al fín cuando llega el día más deseado, las expresiones se animan: “¡menos mal que es viernes, parecía que no iba a llegar nunca!”
Y así se van pasando las semanas, más bien diría la vida, esperando ávidamente la llegada de ese sábado y ese domingo, como si fuera obligatorio ser feliz esos dos días, como si no hubiera posibilidad de sentirse uno desalentado o apenado, como si no tuviéramos el derecho de ser dichosos en ningún otro momento.
Voy en mi coche por la mañana y me digo que cada día es una oportunidad para pasarlo bien, para hacer cosas nuevas… No quiero esperar a que llegue el fin de semana llenándolo de planes, dando por hecho que las pequeñas cosas maravillosas no pueden aparecer espontáneamente. Estoy convencida que no hace falta programar nada, lo más probable es que las sorpresas y acertijos de la vida, se presenten solos, sin necesidad de llamarlos. Intento justificar la ignorancia atrevida de cómo vamos pasando por la vida envolviéndonos de miedos y cobardía, e intuyo que es la propia rutina la que nos hace estar tan ciegos, o es algo más profundo, como la prepotencia humana al creer que este trayecto personal no tiene fin.
Y yo no digo que tengamos que buscar amigos en el trabajo, porque un Amigo es alguien selecto y muy especial. Hablo de compañerismo, de grupo. Sería fabuloso olvidarse para siempre de la competitividad. Ser competitivo está de moda, se lleva la arrogancia y la soberbia y si quieres entrar en el juego de la empresa, no te queda otro remedio que someterte. Por eso, las personas, que como yo, buscan en su vida sensatez y equilibrio, se les invita discretamente a ocupar lugar nebuloso poco visible. Pero sinceramente, eso ya no me preocupa, aunque confieso que hubo un tiempo que esto me provocaba conflictos. Ahora, sé que nadie ni nada tienen el poder suficiente como para romperme.
Sonrío al comprobar el sitio tan mundano donde se alimenta y nutre mi entendimiento. Nadie diría que un pequeño utilitario pudiera convertirse en el espacio elegido para desconectarse del mundo. Pero lo cierto es que solo necesito ese rinconcito único, para sentirme bien. Es el instante donde se despierta toda la energía dormida y los pensamientos más íntimos se manifiestan.
Estoy llegando al aparcamiento del trabajo. Sé que necesito mantener este estado de bienestar al que he llegado. Con calma, saco de la guantera del coche la tarjeta que me permite el acceso al garaje. Quito la radio y me dirijo a la primera plaza libre que encuentro.
Aparco, apago el motor y me regalo un instante. Cierro los ojos, respiro profundo, y voluntariamente dibujo una sonrisa en mi rostro.

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Herramientas, de Gonzalo Silván Lago

08 abril 2017


Algunos recuerdos del ferrocarril

Julio Sánchez Mingo

8 de abril de 2017

A mi padre, que me transmitió el amor por el ferrocarril, por su centenario.
A mi madre, que ya no está.
In memoriam

A mi hermana, compañera insustituible de esos viajes felices

Recuerdo conversaciones con mi abuelo en las que yo le preguntaba por qué no se construía un puente que uniera Europa con América, por el que pudieran circular trenes de Madrid a Nueva York. Los barcos, ironías de la vida, no me parecían seguros, máxime después de haber oído hablar mucho del trágico final del Titanic y haber visto alguna película sobre el tema. No era capaz de imaginar la infinitud del océano y su extrema profundidad, por mucho que él tratara de hacérmelo comprender.

El ferrocarril permitió que la luz se hiciera en mi calenturienta cabeza de mocoso. Conocí el mar en Peñíscola, al poco de cumplir los cuatro años. Llegamos tras un largo viaje desde Madrid, en tren hasta Benicarló y después, hasta la villa del papa Luna, en taxi, un cascabelero coche de caballos.
Ese mismo verano volvimos a subirnos al tren para disfrutar de otra quincena de vacaciones en Aguadulce. Tomamos el legendario Granaíno. Pasamos por Valencia, La Encina, Alicante, Murcia, Lorca y Baza, hasta alcanzar Guadix, estación de transbordo para Almería, donde llegamos caída la tarde. La ciudad estaba atestada y no había manera de encontrar alojamiento. Mis padres estaban desesperados mientras peregrinábamos en taxi, otro coche de caballos, de hotel en hotel, buscando cobijo. Acabamos haciendo noche en una fonda. A la mañana siguiente ¡al fin! llegamos a la playa almeriense.

El Granaíno, el mítico Sevillano, el Malagueño unían Barcelona con las principales capitales andaluzas. Eran los trenes de la emigración, que abastecían de trabajadores a la más próspera Cataluña, con trayectos de 17 horas, infinitas paradas y múltiples cambios de locomotora. Sólo el tramo Barcelona-Tortosa estaba electrificado. Noches y días de un calor asfixiante o de un frío helador, que sólo se podían combatir bajando la ventanilla o accionando la palanca de la calefacción. Alguna vez oí la frase fatídica: - No funciona la calefacción. Algún manguito roto o una válvula defectuosa serían los culpables. Las máquinas de vapor, monstruos chirriantes y ruidosos, podían carecer de algo, pero estaban sobradas de calorías con las que caldear a los sufridos pasajeros.
Era un espectáculo único la entrada en una estación de una de estas locomotoras, envuelta en una nube de vapor.




¡Qué experiencia infantil, tan romántica y emocionante, la de subirse a un tren, a un tren de verdad, no a un cercanías o a un coche del metro!
Yo fui un niño privilegiado. Los viajes en ferrocarril siempre implicaron para mí vacaciones, alegría, diversión, mientras que para muchas personas eran la separación de los seres queridos, el primer paso de la emigración. Al final de la guerra, especialmente, fueron el pasaporte al exilio, la pobreza, la angustia, la persecución. Hay una obra de videoarte de Beatriz Caravaggio, sobre música de Steve Reich, Different Trains, que opone, a imágenes de lujosos trenes estadounidenses de preguerra y posguerra, otras de convoyes europeos de mercancías transportando a ciudadanos judíos al exterminio.

Ese viaje a Peñíscola y Aguadulce, como algunos otros en ferrocarril, permanecen en la nebulosa, en el desván de mi memoria.
Me acuerdo de una tarde de domingo que fuimos a pasar a Getafe. Sí, a Getafe. - Vaya planazo - diría un niño de hoy. La locomotora de vapor que nos trajo de regreso a Madrid maniobró en la estación getafense, se puso a la cabeza de una composición de coches de madera y nos remolcó hasta Atocha, ¡a contramarcha!
Otra vez fui a Torrelodones con mi madre, mi hermana y la mayor de mis primas, casi de la generación de mis padres, a visitar a mi tío médico y su familia, comer con ellos y volver a la caída del sol. En la estación del Norte cogimos el cercanías, un tren tranvía eléctrico de carrocería metálica. No consigo recordar dónde ni cuándo vi otro similar de madera. Mi padre acudió a despedirnos a Príncipe Pío, antes de ir a trabajar, como si nos fuéramos a la guerra.
Con cinco años, en el mes de agosto, me veo en la plataforma del correspondiente coche del rápido de Barcelona, llegando a Zaragoza, nuestro destino, inquieto por saltar al andén cuanto antes. La parada era muy breve. Por aquel entonces yo no bajaba escaleras, las saltaba.
Todos estos recuerdos forman parte de la prehistoria de mi idilio con los trenes, cuando todavía no eran objeto de mi atención y mi culto, que comenzaron con los viajes a Tarragona, a pasar las vacaciones en la playa Larga.

Fueron diez veranos de felicidad, que comenzaba cuando acudíamos en taxi a la castiza estación de Atocha, del Mediodía, con una hora de antelación, a tomar uno de los expresos nocturnos con destino Barcelona o la frontera de Portbou y Cerbère. Era una estación muy bien concebida, racional, muy cómoda, que la ineptitud e incompetencia de los responsables de Fomento, ADIF y Renfe han desfigurado y convertido en un monstruo, en una aberración sin sentido. Podían haber aprendido del tratamiento dado a las estaciones históricas de París, que han acogido el ferrocarril de alta velocidad sin perder su conformación y carácter originales. Peor trato, incluso, ha sufrido la estación del Norte.
El mozo de equipajes ayudaba a mi padre con las maletas, izando por la ventanilla las más voluminosas. Una vez instalados en nuestro compartimento, dábamos un paseo de inspección por el andén hasta la cabeza del tren, que culminaba con una detallada observación de la locomotora. Un gigante negro con máquina de vapor. Por las fechas de las que estoy hablando, supongo que se trataría de una unidad de la serie 2200.


Locomotora de vapor serie 2200

Tras el toque de silbato del jefe de estación, o un factor de circulación, y un pitido de la locomotora, el tren se ponía en movimiento, muy suavemente. Casi no se percibía. La aceleración de un convoy de 13 coches, remolcado por una máquina de vapor, no tenía nada que ver con la de un moderno tren de alta velocidad. La composición, por lo general, la formaban un furgón de equipajes, el coche correo, coches camas, coches de 1ª, 2ª y 3ª clase y el coche restaurante. Faltaban todavía unos años para los coches litera.
Tras cruzar el puente de los Tres Ojos sobre el, siempre seco, arroyo Abroñigal, sobre cuyo cauce discurre ahora la M-30, el tren se internaba entre las casitas bajas, encaladas de blanco, de Entrevías. Era como un pueblo manchego, con calles de polvorienta tierra en verano y pegajoso barro en la época de lluvias.

Entrevías, de Manuel Redondo. 1956
En paradas como Guadalajara o Sigüenza, vendedores ambulantes ofrecían a los pasajeros, a través de las ventanillas, cervezas y refrescos para mitigar la sed y combatir el calor veraniego.
En una ocasión mi padre compró una gaseosa. Todo correcto y educado se dirigió al resto de pasajeros del compartimento ofreciendo si gustaban de la chispeante bebida. Un señor, de origen hispanoamericano, aceptó el ofrecimiento, tomó la botella entre las manos y dio buena cuenta de, prácticamente, todo su contenido, dejándonos a todos atónitos y boquiabiertos. Mi madre fue implacable con su marido: - Éso te pasa por fino.
En el pasillo, en el compartimento, se pegaba la hebra con los otros viajeros. Las conversaciones giraban alrededor del calor que hacía, del motivo del viaje y de la actividad profesional de cada cuál. Yo no perdía ripio de lo que hablaban los mayores y después acribillaba a mis padres con todo tipo de preguntas y aclaraciones. Alguna vez me descolgaba con alguna pregunta impertinente, como cuando le pregunté al delegado de una empresa, en viaje de trabajo, si ésta le pagaba el correspondiente billete.
Cuando el convoy se detenía en una estación o en un cruce, avanzada ya la noche, con las conversaciones decaídas, se oía cantar a los grillos en el silencio de la oscuridad. Imagen sonora de verano, vacaciones y tren, grabada en mi memoria para siempre.
Sonidos muy característicos de los trenes eran el traqueteo, ruido que hacían las ruedas al pasar sobre las juntas de los raíles, que ahora son de soldadura continua, el muy cinematográfico del silbato de la locomotora aullando en la paz de la noche y el estrépito jadeante(1) de la máquina alternativa de vapor, cuya frecuencia iba aumentando al acelerar, para mantenerse constante, a un ritmo frenético, una vez alcanzado el régimen de crucero.
En alguna parada intermedia, unos empleados golpeaban las zapatas de los frenos de las ruedas con un martillo, para, por el sonido, verificar que no hubiera ninguna accionada por pérdida del vacío del sistema de frenado.
Al pasar por las curvas del Jalón, ya me había dormido.
Me despertaba cuando el tren serpenteaba por la orilla del Ebro, con las primeras luces. Me gustaba salir al pasillo, bajar la ventanilla y que el aire me diera en la cara, mientras el convoy se abría paso entre los cañaverales. Al rebufo del tren, las cañas se inclinaban respetuosas.
Después empezaba el jolgorio, el ir y venir por los pasillos, de nuestro compartimento al coche restaurante a desayunar y viceversa. Previamente había que hacer una visita obligada al lavabo. El retrete desaguaba directamente al exterior, a la vía, sembrándola de recuerdos del pasaje. El tubo de evacuación era lo suficientemente ancho como para que se pudiera ver el devenir de traviesas y balasto bajo el vagón. Por ello había un cartel que rezaba: “Prohibido hacer uso del WC en las paradas”.
Con los fuelles de intercomunicación generalmente rasgados o rotos, sólo protegido de la caída por sendas cadenas, con unas barras curvas a modo de asideros, pisando sobre dos chapas superpuestas que se movían y deslizaban la una sobre la otra, viendo correr los raíles a mis pies, el paso de un coche a otro me hacía temblar de excitación y miedo.
En Mora se cambiaba a locomotora eléctrica. El paso por Reus-Paseo Mata era la señal para descolgar el equipaje e ir acercándolo a la plataforma, porque, en un suspiro, llegábamos a Tarragona. La parada era muy corta y había que tener bien organizada la descarga de los bártulos de un mes de veraneo.
Tras el traqueteo sobre el paso a nivel del acceso al puerto marítimo, enseguida aparecían ante mis ojos curiosos e inquietos la estación, el andén, el anfiteatro romano y el Mediterráneo, al mismo tiempo que recibíamos un golpe brutal de calor y, sobre todo, humedad. Las vacaciones habían comenzado.


Composición del expreso 804 Madrid-Barcelona. 1960

La playa Larga, que afortunadamente se conserva intacta, casi libre de construcciones, fue mi escuela de ferrocarriles. La línea Barcelona-Tarragona discurre paralela a la orilla del mar, al borde de la arena. Por allí vi circular todo tipo de trenes de pasajeros y mercancías. Desde los ómnibus de Mora y Tortosa, con coches de madera y plataforma de jardinera, como los de las películas del Oeste, el rápido de Madrid, el Sevillano y el TAF, hasta los primeros Talgo III y TER.

Coche Costa, usado en los ómnibus a Mora y Tortosa y en el cercanías Atocha-Getafe

TAF (Tren Automotor Fiat). 1959
Talgo III. 1964
TER (Tren Español Rápido). 1965

Los chavales, desde la arena o el mar, teníamos el entretenimiento de contar el número de vagones de larguísimos, infinitos, convoyes de carga.
La carreterilla que daba acceso a la playa salvaba la vía férrea por medio de un puente. Cuando pasábamos por allí, y veía que se acercaba un tren, salía corriendo para apoyarme en el pretil y verlo pasar bajo mis pies. ¡Qué emoción!

Con quince años recién cumplidos viajé a Italia, a Gaeta, a pasar un mes con mi amigo Ugo y su familia. Fui directamente desde Tarragona, solo, tomando un avión en Barcelona. Supuso mi bautismo de aire. Iba muerto de miedo. La mitad del pasaje estaba compuesto por curas. Mi madre me dijo al despedirme, para tomarme el pelo: - Si se cae el avión iréis todos al Cielo, salvaréis vuestro alma. ¡Con tanto pater repartiendo absoluciones! - Afortunadamente mi primera experiencia aérea, a bordo de un reactor Caravelle a pedales, del Paleolítico, fue placentera e inolvidable. ¡Ay, cuántos vuelos en verano, sobre el azul del Mediterráneo! ¡Qué bonitas sensaciones, cuántos buenos recuerdos! Igual que la navegación por nuestro mar. Han sido y son mis tres pasiones: barco, avión y ferrocarril.
En varias ocasiones me desplacé en tren por la línea Roma-Nápoles. Las diferencias que aprecié entre el material móvil y las instalaciones de Renfe en España y los ferrocarriles italianos, FS, Ferrovie dello Stato, eran abismales. Allí encontré limpieza, puntualidad, velocidades medias de 100 km/h, trenes modernos, tracción eléctrica. El contraste con nuestro país era notable. Felizmente, con el paso de los años, la situación ha cambiado.

En mis años mozos los billetes eran de cartón, de un tamaño bastante reducido, similar al de los actuales del Metro de Madrid. En los trenes de largo recorrido, con plazas limitadas, era obligado adquirir reserva de asiento. Su resguardo era un taloncillo con indicación del tren, coche y butaca asignados y cuya matriz prendían, el día del viaje, en el correspondiente compartimento, encima del asiento predeterminado. El tratamiento de las reservas era totalmente manual y los taquilleros de los despachos de billetes de Renfe manejaban enormes cartapacios con la información de las plazas de cada tren. Había pocos errores y la sobreventa, propia de las compañías aéreas, inexistente. En el local que ocupa ahora la librería Blanquerna, en Alcalá, 44, estaba la oficina de viajes de Renfe. Menudas colas se formaban y hemos aguantado allí, con mi padre todo nervioso por conseguir billetes para la fecha deseada.


Billete de tren
Reserva de asiento


En 1992, cuando se inauguró la línea Madrid-Sevilla de alta velocidad, para que mi ya anciano padre conociera el moderno tren AVE, nos fuimos un domingo los dos con mi sobrino, entonces un chaval de diez años, a comer a Ciudad Real. ¡Cómo disfrutaron el abuelo y el nieto!
A casi 300 km/h, el suave discurrir del convoy por las fincas y dehesas de los Montes de Toledo nos maravilló a los tres.

AVE Alstom de la línea Madrid-Ciudad Real-Sevilla

Hace relativamente poco, a la vuelta en AVE de un viaje a Barcelona, trabé conversación con el revisor. Tras unos minutos de charla, me invitó a pasar a la cabina de conducción.
Con el tren rodando a 300 km/h por las parameras de Alcolea del Pinar, me impactó el efecto óptico que producían los postes y demás elementos de sustentación de la catenaria, de tal manera que parecía que circulábamos por un túnel.


Catenaria C-350, para velocidades de 350 km/h

También me llamó la atención que sonaba periódicamente un aviso acústico que el maquinista silenciaba accionando un pulsador. Ante mi pregunta, me explicó que se trataba del sistema de
hombre muerto. Si tras el pitido nadie pulsa antes de 27,5 segundos el correspondiente pedal o botón, el tren se detiene, pues se entiende que el conductor se ha desvanecido o se ha ausentado del puesto de mando.



Cómo ha cambiado el ferrocarril desde que yo decía que de mayor quería ser maquinista. Y me imaginaba con una chaqueta de cuero, quién sabe por qué lo del cuero, encaramado a lo alto de una locomotora de vapor.
Mis juguetes preferidos fueron los trenes, primero de cuerda, después eléctricos. Todavía los conservo todos, aunque algo desvencijados.

(1) Este año de 2017 se cumple el centenario de Campos de Castilla (1912-1917), de Antonio Machado, ilustre ferroviario. De esta obra he tomado el verbo jadear para describir el sonido de la locomotora de vapor.


Asientos de madera de un coche de III clase, como los descritos por Antonio Machado en sus obras


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