25 enero 2017

Marita García y Juan Sumer

Julio Sánchez Mingo

Enero 2017

La relación de Marita García, de Totana (Murcia), Barbara Rey en el mundo del espectáculo, y el exjefe del Estado Juan Carlos de Borbón, que esta semana pasada Okdiario y algunas cadenas de televisión, en sus programas de máxima audiencia, nos han narrado, incluye todos los ingredientes de una muy buena novela negra: adulterio, chantaje, intervención de los servicios de información, amenazas, allanamiento de morada, dinero, bancos de Suiza y Luxemburgo, nidito de amor sostenido con fondos públicos, imágenes y documentos sonoros comprometedores, utilización de un menor con un fin pérfido, personajes interpuestos y uso indebido de fondos reservados. Sólo le falta algún cadaver en la morgue. Esperemos que la sangre no llegara o llegue al río.

A tenor de lo relatado, los cuerpos de inteligencia no estuvieron avispados ni diligentes por no advertir al rey que se metía en camisas de once varas cuando iniciaba su amorío con una señora de la calaña de la que ha hecho gala nuestra protagonista a lo largo de los años. Aunque no sé si tal aviso hubiera servido de algo ante, según cuentan, el capricho y la bragueta fácil de un irresponsable que en sus devaneos compartía información sensible.
La posterior actuación de los servicios de información es inaceptable. No se puede usar personal y recursos públicos para deshacer entuertos privados. Un rey en la cama es un particular. Además no afecta a la seguridad del estado que se sepa y se confirme que un monarca tiene una aventura extramatrimonial. Si éste considera inapropiado el conocimiento público de hechos de esta índole, siempre tiene la opción de abdicar.
Los fondos reservados deben destinarse a la defensa del Estado, no a ocultar los trapos sucios de los servidores públicos. De lo contrario se puede incurrir en un delito de malversación de caudales públicos. Rafael Vera terminó en la cárcel por aplicar esos fondos a actividades ilícitas. El Tribunal Supremo consideró probado que se lucró personalmente.

A un jefe del Estado hay que exigirle ejemplaridad y un acatamiento estricto de la legalidad Su posición no puede ni debe implicar una patente de corso para hacer de su capa un sayo, como si estuviéramos en la Edad Media. Tampoco es razonable la condición que otorga al rey nuestra Constitución: inviolable y no sujeto a responsabilidad. Debería ser como en USA, donde existe el impeachment. Que se lo pregunten a Nixon, que renunció cuando lo fueron a procesar. Y no pasó nada. Asumió la presidencia otra persona y aquí paz y después gloria. Urge reformar la Ley Fundamental española y modificar sus artículos 1.3, todo el título II y demás relacionados.
Tertulianos defensores a ultranza de Juan Carlos de Borbón argumentan que los presuntos delitos estarían prescritos y que, en cualquier caso, se le debe un respeto y un reconocimiento por la Transición, por haber traído la democracia a España. Yo creo que la previa actividad benefactora de un malhechor no le exime de culpa.

Esta triste y sucia historia, de ser cierta, dejó tres víctimas. Una señora, un niño y el bolsillo de los contribuyentes. Prefiero no hablar del descrédito de las instituciones y su máximo representante y que la fuente de legitimidad del jefe del Estado actual pudiera ser la herencia de un indigno.

Nota del autor. Sumer es el acrónimo de su majestad el rey que, al parecer, usaba Juan Carlos de Borbón para presentarse en sus llamadas telefónicas.


Comentario

No tiene desperdicio el artículo de Pilar Urbano publicado esta misma semana en EL ESPAÑOL:
No hubiera imaginado yo, por lo que relata, que altos cargos, y hasta un cura, confesor y consejero espiritual del entonces rey, se dedicaran a la alcahuetería.
Recomiendo su lectura a todo aquél que no esté al tanto de toda esta trama.



14 enero 2017

Sentirse español

Eduardo Fernández Galán

Enero 2017

La reciente campaña contra el cineasta Fernando Trueba por parte de la caverna mediática y las fuerzas vivas en las redes sociales, con motivo del estreno de su última película, “La reina de España”, me ha hecho reflexionar sobre mi propia identidad nacional.
La campaña llamaba al boicot a dicha película porque, hace un año, Trueba, al recoger el Premio Nacional de Cinematografía 2015, dijo que “nunca se había sentido español, ni siquiera 5 minutos”. Lo hizo en un contexto en el que, entre otras cosas, confesaba que era partidario de un mundo sin fronteras, sin nacionalidades. Recomiendo escuchar su discurso de aceptación en Youtube1, solamente los primeros 10 minutos, para comprender mejor lo que quería expresar sobre su antinacionalismo.
Y digo que me ha hecho reflexionar sobre mi identidad porque acabo de regresar de mi tercer exilio para disfrutar de mi jubilación, y de los telediarios que me queden, en un pueblo de la Mariña lucense, después de pasar nada menos que 29 años, casi la mitad de mi existencia, fuera de España. Dos en Inglaterra y ventisiete en los Estados Unidos de América.
Por un lado yo nací, crecí y me formé en España durante mi primer cuarto de siglo de vida. Mis padres eran españoles, mis abuelos, bisabuelos y tatarabuelos también, y tengo prueba notarial de que los ascendientes de mi abuela paterna, los De Diez Vicario, vienen del siglo XIII nada menos, y los de mi abuela materna, Alonso Díaz de Herrera del XV, eran españoles también. Vamos que soy español por los cuatro costados.
Sin embargo, como muchos otros compatriotas de mi generación, padecí mis primeros 23 años la dictadura franquista y, durante los 3 siguientes, 16 meses de servicio militar y una transición política bastante tensa y movidita. Habiéndome licenciado en Lingüística Hispánica, tenía además escasas expectativas de conseguir un empleo estable.
Para mí, hasta ese momento, ser español no había sido exactamente algo de lo que sentirse orgulloso. La bandera española me inspiraba, como mucho, miedo. Esa bandera con una gallina en el medio la asociábamos con la dictadura, la mili y, en mis años universitarios, con los Guerrilleros de Cristo Rey3, que aparecían por la facultad, o por Malasaña o el Rastro, buscando a cualquier melenudo con pinta de rojo para darle una paliza. Hasta el comienzo de la Transición no había habido libertad de nada: ni de asociación, ni de prensa, ni de expresión…De lo único que podíamos estar orgullosos los españoles era del triunfo de la selección ante Rusia en la Eurocopa del 1964, el de Massiel en el festival de Eurovisión en 1966, la victoria de Santana en Wimbledon, o la medalla de oro del esquiador Paquito Fernández Ochoa en Sapporo. Otro Ochoa, don Severo, era el único científico relevante a nivel internacional.
España era un país todavía muy aislado del resto de Europa, así que decidí romper el cordón umbilical y fui a probar fortuna en la entonces llamada por los ultras Pérfida Albión3, recalando en Londres como profesor en la Escuela Española de Portobello, hoy Centro Cañada Blanch. En Inglaterra me “sentí” español por primera vez en mi vida, pero no exactamente porque me sintiera orgulloso de mi pasaporte. Sentí que venía de un país con 40 años de retraso con el resto del mundo civilizado. En Londres los policías no solo no llevaban pistolas o porras: estaban allí para ayudar al ciudadano, no para reprimirle. La bandera era respetada y era de todos, no era patrimonio de ningún grupo en particular. En la televisión se hacían chistes sobre la familia real…En vez de a Fernando Esteso o a Andrés Pajares, tenían a Monty Python… Me sentí ciudadano de segunda.
También me sentí español cuando, después de un año de trabajo duro, preparando a los hijos de nuestros emigrantes a sacarse el bachillerato a distancia, en pleno verano, la administración sacó nuestras plazas de profesores contratados a concurso-oposición y enviaron a unos catedráticos de España a sustituirnos. Por supuesto no nos enteramos de ello hasta regresar a Londres en septiembre. A pesar del apoyo de los emigrantes, de una huelga de hambre de 5 días y publicación de ésta en El País, fuimos desalojados - eso sí, con unos modales correctísimos - por unos policías británicos, que además nos dieron la dirección de unos abogados laboralistas por si pudieran ayudarnos. La Agregaduría de Educación de la Embajada Española en Londres nos dio una pequeña indemnización y las gracias por los servicios prestados a la patria.
De esa experiencia lo poco que me quedaba de patriotismo desapareció por completo.
Como aún no éramos miembros de la Unión Europea, me fue imposible encontrar trabajo legal alguno en Inglaterra. Di clases particulares, algún seminario de lengua en el Centro Ibérico y poco más. Tuve que regresar a España donde, por verdadera chiripa, encontré rápidamente trabajo en un colegio-cooperativa bilingüe francés-español. Todo iba relativamente bien hasta que decidí montar un sindicato ya que la junta directiva empezaba a abusar de los enseñantes y otros empleados no docentes que no éramos cooperativistas. A los tres años mi relación con la administración se hizo insostenible. Pactamos un despido y volví a hacer las maletas. Esta vez decidí cruzar el charco.
En los Estados Unidos, excepto por un hiato de 5 años, he vivido los últimos 32 años de mi vida. Allí me casé con una americana, tuve a mis dos hijos, fui profesor y periodista y experimenté The American Dream4 durante buena parte de esa estancia. Allí me sentí español cuatro veces: por el Master y el British Open ganados por Severiano Ballesteros y los dos Master de Olazábal. Como ávido golfista que soy, disfruté viendo a dos compatriotas imponerse a los jugadores norteamericanos en un deporte que dominaban, y lo siguen haciendo, aunque menos, cuando en España jugar al golf era todo un privilegio.
Durante esos años me convertí en un ciudadano fronterizo: físicamente estaba en los Estados Unidos, pero mentalmente seguía pensando como un español.
Durante mis años de periodista trabajé, especialmente, para una revista deportiva española, Gigantes del Basket. Durante 8 años me encargué, desde mi casa de escribir casi la mitad de las páginas, ya que cubría la NBA. Me volví a “sentir” español cuando la revista pasó a manos de Unidad Editorial, y la gente de El Mundo empezó a colocar a los suyos en la cabecera. Recibí a los pocos días una llamada del nuevo gerente comunicándome que me iban a bajar un 40% de mi sueldo porque “ganaba mucho” y había que recortar gastos (Por supuesto había que pagar a Pedro J. un cuarto de millón de pesetas al mes por el simple hecho de figurar como Director Editorial de la revista, aunque nunca escribió ni una línea). Les llevé a juicio, lo gané y senté jurisprudencia, ya que, aunque técnicamente no estaba en la plantilla, llevaba 8 años como redactor corresponsal en USA y así figuraba en la cabecera.
En mi experiencia laboral trabajando para los americanos siempre se me han dado oportunidades de trabajo sin necesidad alguna de enchufes. Allí te reconocen tu valía y te la recompensan. Gané un Premio Nacional de Periodismo cuando edité un periódico en Filadelfia. En el condado de New Jersey donde vivía me nombraron Hispano del Año. Fui entrevistado varias veces en prensa, radio y televisión y tuve libertad para crear programas nuevos en las escuelas donde trabajé, tanto académicos como deportivos. No me sentí español precisamente…
Desde que este verano decidí prejubilarme y volver a España – porque me encanta mi aldea gallega y mis dos hijos viven en Europa, me he vuelto a sentir español muchas veces: desde las polémicas del Toro de Tordesillas, a los presidentes que envían mensajes de apoyo a los delincuentes, las vicepresidentas que aparcan en el carril asignado solo para autobuses y taxis, las facturas sin IVA o tener que esperar, sin calefacción, más de un mes a que Iberdrola me suba la potencia en mi piso, uno ¡se vuelve a sentir español!
En resumen, no sé si me siento español o ciudadano del mundo al que le ha tocado nacer en España. Soy ciudadano español y, desde hace menos de un año, también estadounidense, pero no he visto ningún artículo, en ninguna de las dos Constituciones que he jurado respetar, que te obligue a “sentirte español o norteamericano”.
Para mí Fernando Trueba es un gran cineasta español que además ha representado a España en muchos certámenes internacionales, incluido el Oscar que ganó por “Belle Epoque”. Me da igual cómo se sienta. Me hace reír, pensar y disfrutar y le estoy y estaré siempre muy agradecido por reunir a Chucho y Bebo Valdés.
De hecho es de los pocos españoles de los que me siento orgulloso de ser su compatriota.

1 https://www.youtube.com/watch?v=H9HugWbE7PY .Este es el enlace para ver completo el discurso de aceptación de Fernando Trueba del Premio Nacional de Cinematografía 2015
2 «La pérfida Albión» es una expresión utilizada para referirse al Reino Unido en términos anglófobos u hostiles. Fue acuñada por el poeta y diplomático francés de origen aragonés Augustin Louis Marie de Ximénès (1726-1817) en su poema L´ere des Français (publicado en 1793), en el que animaba a atacar a «la pérfida Albión» en sus propias aguas. En España los franquistas la usaban a menudo en respuesta a la situación del peñón de Gibraltar.
3 Elementos fascistas, violentos, que en los años 70 aterrorizaban a los progres en los campuses universitarios, pubs de Malasaña o en el Rastro madrileño. Solían llevar la banderita española en las cadenas de sus relojes de pulsera.
4 El “Sueño americano” se atribuye al ciudadano que ha conseguido llegar a un estatus que incluye buen sueldo, casa con una hectárea de terreno, ubicada en una buena urbanización y un buen coche.

06 enero 2017

Julio... César, unos niños de Madrid

Julio Sánchez Mingo

Enero 2017

Este escrito es un regalo de Reyes para Cesítar, mi entrañable amigo y compañero

- ¡Julio... César, estaos quietos! - vociferaba reiteradamente la señora que vigilaba a los alumnos en los trayectos del autobús del colegio.

César y yo jugábamos todas las tardes en un descampado cercano a nuestras respectivas casas, fundamentalmente al fútbol. También cazábamos saltamontes, arte en el que habíamos alcanzado una notable pericia. Reunimos tres ejemplares. Los llamamos Felipón, Quisquilla y otro nombre que no consigo recordar. Eramos capaces de distinguirlos. Felipón era el más robusto. Quisquilla el de menor tamaño. Los alojamos en una caja de zapatos, con sus correspondientes orificios de ventilación, a la que sustituimos la tapa por un plástico transparente, sujeto con una goma alrededor de su perímetro, con el objeto de que los pobres animalitos pudieran ver y disfrutar de iluminación. Depositamos tan elemental cubil en el alféizar de una ventana del piso que yo compartía con mis padres y mi hermana. Una vez al día los alimentábamos con hierbajos que recolectábamos.
Inopinadamente, un día desapareció uno de ellos. No supimos por dónde. Por las aberturas practicadas en el cartón no cabía un saltamontes. Al poco tiempo, con gran pesar nuestro, desapareció otro. Decidimos liberar al tercero para que no estuviera solo. Al saltar y emprender el vuelo de la libertad, un gorrión, que estaba al acecho posado en alguna ventana o resalte de la fachada, como un ave de rapiña, se lanzó en picado sobre él, lo cogió con el pico y se lo llevó. Cabe imaginar nuestra desolación, nuestro desconsuelo y la sensación de impotencia que se apoderó de nosotros. Aquél día un tierno y frágil pajarillo se convirtió en un predador brutal y desalmado.

Mi madre guardaba los botes de leche condensada La Lechera en un armario blanco que estaba en el cuarto donde solíamos jugar cuando no estábamos en la calle, que era casi siempre. En Madrid, por aquel entonces, los coches aún no habían expulsado a los niños de la vía pública. Era un producto que Nestlè fabricaba en La Penilla, Santander. Muy dulce, pegajoso, muy calórico y contundente. Toda la familia lo tomaba para desayunar o merendar, rebajado con agua o café. A los chavales nos encantaba. César y yo cogíamos las latas y practicábamos dos agujeros con un destornillador, de tal forma que por uno entraba aire, lo que nos permitía libar tan delicioso néctar por el otro. Dejábamos todas los botes mediados, abriendo uno nuevo sin agotar el anterior. Mi madre nunca se quejó. La multitud de veces que hizo la vista gorda con nuestras trastadas.

César y yo jugábamos a las chapas, los cierres metálicos de las botellas de vidrio de cervezas y refrescos. No existían los briks ni las latas de lámina de acero, con tapa y culo de aluminio y anilla de apertura. Había dos modalidades de juego: las carreras ciclistas y los partidos de fútbol. Recortábamos de Marca, o de las páginas de huecograbado de ABC, la efigie de jugadores y de esforzados de la ruta que colocábamos en el fondo de la chapa, cubierta con un vidrio redondeado ajustado a su forma circular y asegurado con cera. Antes quitábamos el corcho que hacía el cierre estanco. El trozo de cristal lo cogíamos de cualquier vertedero, basurero o montón de escombros, tan frecuentes en cualquier descampado o solar sin construir del Madrid de la época. Lo redondeábamos haciendo palanca en la holgura entre una reja de forja practicable de la tronera de una sala de calderas y su marco anclado a la fachada. Calentábamos una vela y dejábamos caer la cera líquida sobre el vidrio, que, una vez solidificada, eliminábamos en su casi totalidad, excepto los bordes, para que se viera la imagen de nuestros deportistas. Bahamontes, el Águila de Toledo, ganador del Tour, era la figura de mi chapa para carreras ciclistas. La correspondiente al portero de los equipos de fútbol era cuadrada, para que se pudiera mantener de canto y cubrir más portería. Unos martillazos bastaban para darle esa forma. El balón era un garbanzo.
Un cierto día, debía hacer muy mal tiempo, seguramente estaba lloviendo porque para nosotros el frío no existía, decidimos echar en casa un partido de fútbol de chapas. Y no se nos ocurrió mejor idea que marcar el campo de juego, con sus áreas y demás líneas, sobre las juntas del pavimento marrón, un burdo terrazo de posguerra, con cera DACS de dibujo. Blanca, naturalmente, para darle mayor realismo. Al terminar la partida el pánico se adueñó de nosotros. Mi madre no estaba y no había presenciado el estropicio pero, a su regreso, la bronca estaba asegurada. Nos hicimos con todos los productos de limpieza que encontramos en la cocina y nos pasamos el resto de la tarde fregando, frotando y restregando. La tarea resultó vana. Aquellas malditas juntas negras ya no lo eran enteramente y quedaba un delatador leve color blanco. Cuando mi madre volvió, estoy seguro que se percató del desaguisado, no dijo nada. Otra trastada que pasó por alto.
Para no volver a tentar la fortuna y la buena predisposición de la Signora, como la llamaba Ugo, otro amigo mío, construimos en clase de Applicazioni Tecniche, Manualidades, un campo de fútbol para las chapas. Utilizamos una lámina de cartón que pintamos de gouache marrón. El verde se obtenía de mezclar azul y amarillo y, por tanto, era difícil de igualar. Además, por aquel entonces, todos los terrenos de juego de Madrid eran de tierra, excepto Chamartín y el Metropolitano. También le montamos unas porterías de madera. Estábamos en I Media, el equivalente al 1º de Bachillerato de entonces, que se cursaba con once años.

Años después, cuando César se fue a casar, me llamó para que le hiciera de conductor y le llevara a la iglesia el día de la boda. Supongo que quería sentirse libre para esperar a la novia, ansioso y nervioso, a la puerta de Santa Bárbara. Así que, el día de la ceremonia por la mañana me apresuré a lavar el viejo coche de mi familia, un Seat 124 blanco, M-835178, protagonista de tantas correrías y anécdotas, y por la tarde le conduje a la ceremonia. Para mí fue un gran honor que me eligiera para ese menester, un detalle de confianza y una deferencia.


Ahora, casi sesenta años después de habernos conocido, todos los miércoles los dos niños vamos a la Sierra, nuestra sierra de Guadarrama, a subir cuestas, hablar de todo lo divino y lo humano y disfrutar de la naturaleza y el paisaje. César no para de hacer fotos y decir: - ¡Qué bonito, qué bonito.

Federico Martín Bahamontes